EL PINTOR Y SU MUSA/Marta Navarro





Sólo en la quietud de su estudio, entre telas, acuarelas, témperas y pinceles, el viejo pintor hallaba consuelo. Frente a su atril, sentado sobre un destartalado taburete que sin duda había conocido tiempos mejores, inmerso siempre en un silencio absorto y melancólico, dejaba la vida pasar. Sus manos artríticas y unos ojos casi por completo ciegos a causa de las cataratas, hacía ya mucho le impedían pintar. El espectro de la pobreza y la soledad rondaba sus días y una tristeza helada desbordaba su alma. Sentía el aire cargado de ausencia y un frío extraño, un frío que de su propio interior brotaba y no desaparecía jamás, hacía su cuerpo temblar. Habitaba un mundo de sombras, de recuerdos y añoranzas. Iguales eran todas sus horas ahora y él un hombre hueco que a nadie nada podía ofrecer, un viejo solitario que abrazaba fantasmas y quizá, sólo quizá, de cuando en cuando, soñaba.
Una vez había estado enamorado. Y ese amor su mundo entero puso del revés.
***
El palacio resplandecía, mágico, romántico, casi irreal, tan bello como escapado de un cuento de hadas. Una luna llena y espléndida iluminaba los jardines, destellos de plata refulgían en lagos, alamedas y parterres y Josefa era aquella noche una mujer radiante y feliz.  Deambulaba con calma al son de la música entre sus invitados con esa elegancia suya −corpiño azul bordado en oro, falda amplia a la moda de Versalles, brazos desnudos, peinado a la Caramba− que media ciudad admiraba y la otra media envidiaba, sonreía, se detenía un instante, cruzaba con cada uno de ellos algún gesto, una palabra... Perfecta anfitriona pendiente siempre del detalle más nimio, contemplaba satisfecha su obra. Su capricho, decía ella. El palacio más bello de todo Madrid.
Osuna acababa de ser nombrado embajador en Viena. Muy pronto habría el duque junto a su familia de abandonar la corte y era aquella la fiesta −mitad despedida, mitad celebración− por la que tanto le había rogado su esposa y que durante días había ella preparado con ahínco.
 Todo marchaba a la perfección, hasta el momento. Moratín, Jovellanos, Bocherinni... los más queridos amigos de la duquesa, sus más rendidos admiradores, se encontraban allí. Ninguno había fallado a la cita. Nadie se había excusado. Incluso D. Francisco, tan hosco y reacio siempre a tales ceremonias, había abandonado aquella noche sus  pinceles y aceptado con agradecimiento sincero la invitación. Le unía a los duques mucho más que una amistad, su palacio había sido para él, cuando más lo necesitó, una segunda casa y gracias a ellos −no lo olvidaba− se  había convertido en el retratista más afamado de todo Madrid, el más reclamado y el principal pintor de la corte del rey Carlos. Nunca podría agradecerles suficientemente su apoyo y la inmensa confianza que en él habían depositado y nadie como él habría de lamentar ahora su ausencia.
En eso pensaba D. Francisco de Goya y Lucientes cuando aquella recién estrenada noche de otoño y luna llena la vio por primera vez.
Hablaban las malas lenguas de la Villa de una enemistad honda y oscura, de una rivalidad amarga y celosa que el nada protocolario abrazo entre Josefa y Cayetana −Pepa y Tana− desmintió de inmediato. Espontánea y pícara fue la alegría de ambas por el reencuentro, por el desconcierto y la estupefacta sorpresa que en algunos rostros su afecto manifiesto dibujó y que ellas advirtieron de inmediato.
Tomadas del brazo cruzaron el salón de baile. Duquesas de Alba y Osuna riendo como dos chiquillas despreocupadas, descaradas y traviesas, centro cierto de todas las miradas, objeto indudable de las habladurías maliciosas con que a la mañana siguiente una legión de aburridos cortesanos entretendría la gris monotonía de sus horas.
Castiza una, enamorada de sainetes y fandangos, afrancesada la otra, devota de Haydn y Rousseau, era sin duda la suya una extraña pareja pero eran ellas por encima de todo y mucho más allá de tantas cosas que hubieran podido distanciarlas, buenas amigas, las más cómplices y leales.
Ajeno por completo a los infundios que sobre las duquesas ya corrían por el salón, conversaba Goya con Osuna sobre su nuevo destino y los enojosos preparativos que mudanza y viaje ocasionaban cuando el sonido de una risa a su espalda captó su atención. Una risa franca y mundana, desafiante y provocadora que sin pretenderlo guió su mirada hacia una mujer vestida de muselina blanca, centro indiscutible de un corrillo donde todos disputaban sin disimulo su atención, que reía junto a Pepa algún comentario, quizá algún requiebro galante, susurrado con descaro a su oído. Esa risa desordenaba con gracia una cascada de rizos negros que al instante −coqueta irredenta− acomodaba ella de nuevo sobre la curva perfecta de su delicado y larguísimo cuello disfrutando con una malévola pizca de picardía ese pequeño instante de gloria que, sabía, su sola presencia causaba.
Tras aquella risa descubrió poco después el pintor unos ojos.
Y esos ojos lo llevaron al abismo.
Querido D. Francisco −se apresuró la de Osuna a presentarles, al caer en la cuenta de su olvido− creo que no conoce usted a mi amiga Cayetana. La más indómita duquesa de nuestra Villa y Corte, bromeó Pepa divertida.
La luz de las velas destellaba en los espejos y de blanco y oro vestía la estancia.
El viento arrastraba aromas a lima y jazmín.
Qué alegría, maestro y qué honor −sonrió ella acogiendo su mano entre las suyas− si supiera cuan ansiosa esperaba yo la ocasión de conocerle y tener por fin oportunidad de invitarle a Buenavista. Nada haría más feliz a esta entusiasta admiradora suya que tenerle unos días con nosotros. Nada me complacería más, se lo aseguro.
El corazón de un hombre un instante detuvo su latido y el tiempo de golpe se paró.
Lo que aquellas palabras, sin duda mera cortesía y amabilidad, despertaron en su ánimo y cuánto lo torturaría luego su torpeza, sólo él lo supo y ni ante sí mismo, por mucho que lo intentó, acertaría después a explicarlo. Ofuscado como nunca estuvo, atónito por la absurda conmoción que el contacto fugaz de aquellas manos sobre su piel había causado en su espíritu, herido de súbito por un rayo inmisericorde y letal, nunca recordaría Goya su respuesta.
Consciente del triste espectáculo que a tales alturas debía ofrecer su pobre persona −levita arrugada, cabellera enmarañada, pulso desbocado, trémula sonrisa en los labios− apenas si atinó a balbucear alguna palabra de agradecimiento para retirarse después mudo de asombro a su rincón, náufrago de unos ojos ardientes como brasas, cautivo su corazón de un rostro de mujer que a ningún otro se parecía y al que su propia leyenda en modo alguno hacía justicia.
Pasó luego el tiempo. Lento, perezoso e implacable como suele, serenó pasiones y esperanzas. El dulce veneno de los amores platónicos durante años bebió el pintor, de amistad disfrazó resignado su pasión y a su musa, juventud, fama y belleza eterna, la inmortalidad por la que tantas veces ella suspiró, con su arte y sus pinceles regaló.
La tiranía de sus ojos, el sabor de su risa, el vértigo imprevisto que lo sacudía al verla aparecer, el temblor de su cuerpo si por azar la rozaba, las noches de insomnio, la certeza de arder en un fuego sin llamas... La tentación de pensar que tal vez ella también lo amara, fue su consuelo y su botín. La memoria íntima de un amor que en su alma guardaría siempre con celo como inmerecido regalo de la suerte y que a nadie revelaría jamás.
***
Apunta ya el alba y la madrugada es húmeda y muy fría. Sobre las aguas del Garona se reflejan ahora las primeras luces de la ciudad, alguna estrella matutina y el rostro de un hombre acodado en la penumbra de un ventanal al borde mismo del río.
La melancolía se filtra por los cristales, ecos y sombras de otras vidas quiebran silencio y soledad y una extraña pesadumbre todo lo inunda.
Absorto en sus abismos, vencidos los hombros por un peso grande e invisible, ajeno a cuanto le rodea y sin apenas haber dormido, una y otra vez, esboza el pintor en su mente −trazos a carboncillo, líneas suaves, ligeros toques de blanco, azules y grises para definir el color de la pérdida y la nostalgia− un rostro de mujer.
 Pinta el paso del tiempo, el silencio y el olvido. El dolor de una ausencia. La belleza de un amor a destiempo que trastocó sus horizontes y le abrigó toda una vida.
Y así, al dulce arrullo de su musa, herido por un sueño el corazón, sus días y sus noches transcurren en esta lejana y acogedora ciudad de Burdeos que ampara su destierro, la sinrazón de su olvido, su cansancio, su tristeza, su infinito desconsuelo y su trágica derrota.



Marta Navarro
Valencia - España
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