UN BANCO FRENTE AL MAR
Fotografía: Lola O. Rubio
Aquel
verano decidí regresar a Santander donde estuviera años antes en unas vacaciones
inolvidables con la familia. Ahora, divorciado y solo en la vida, un auténtico
“single” como me acostumbré a ser llamado, decidí recordar viejos tiempos y me
instalé en un hotelito costero. Existía un banco frente al mar, en un mirador
donde yo me había sentado con la que fuera mi mujer y con nuestra hija y
contemplado el horizonte en un día tan nublado como acostumbra por aquí.
Observé
que el banco lo ocupaba una pareja, así que me acodé en el barandal y me fumé
un cigarro… uno tras otro, porque la pareja no terminaba de irse. Me llamaron
la atención y con disimulo les observé desde una zona arbolada cercana a la
carretera que pasaba muy cerca. Ella parecía una mujer madura, de unos
cincuenta años, melena rubia, tal vez un rubio teñido, no lo sé, con unas gafas
que le daban pinta de intelectual. Él tal vez fuera algo más joven, no
demasiado, la mirada un poco huidiza, lo que denotaba su timidez.
Sentí
una extraña curiosidad, tal vez malsana, por esta pareja, una más de las muchas
que paseaban por la zona, comían en las mesas de las áreas de descanso, frente
al mar o recorrían en bicicleta la zona. Como no quería llamar la atención les
observaba desde una distancia prudencial con el zoom de mi cámara de fotos que
me había costado un riñón, un capricho de jubilado que busca nuevas aficiones,
como si no tuviera bastantes.
No
se movieron en todo el rato, parecían estatuas, me fui a comer y regresé, lo
mismo, decidí acercarme a la playa cercana y pasear descalzo por la orilla,
mojándome un poco los pies. Pasé cerca del banco, camino de un chiringuito,
para cenar y allí continuaban. Tenían las manos unidas, miraban al frente, al
hermoso paisaje marino que se podía contemplar desde aquel mirador. Las olas iban
y venían, las nubes se iban y venían otras, el sol aparecía y desaparecía, pero
a ellos no parecía importarles nada. De vez en cuando intercambiaban una
mirada, una sonrisa, y luego sus ojos regresaban a su posición habitual.
Decidí
regresar caminando a mi hotelito y al pasar de nuevo frente al mirador observé
que la pareja continuaba allí, erre que erre. Eso me molestó, no sé por qué,
tal vez porque se habían apoderado de mi banco y no me dejaban ni pasar unos
minutos allí sentado, frente al mar, fumando un pitillo, o dos, o un paquete,
porque a aquellas alturas ya estaba muy nervioso. Les había hecho unas cuentas
fotos, de lejos, de menos lejos, con el zoom, sin él, de espaldas, de frente…
Les hice algunas más, con luz nocturna, y decidí esperar hasta que se fueran a
dormir.
Pero
no se iban, no se movían. A lo largo de la línea costera se habían encendido
las farolas o las luces que iluminaban casas, hotelitos o lo que fuera. La
vista era preciosa, pero yo necesitaba aquel banco, aunque solo fuera durante
cinco minutos. Las horas fueron pasando y a las dos o las tres de la madrugada
decidí abandonar y regresar al hotel, que les dieran tila a aquella pareja de
enamorados. Porque eso eran, ¿qué sino? Al día siguiente madrugué con la
intención de arrebatarles aquel banco, pero ya estaban allí. ¿No se habían
movido? Decidí preguntar por la zona, con mucho disimulo. Nadie sabía nada y
aquel mirador era un lugar muy transitado, el banco se ocupaba y desocupaba
muchas veces a lo largo del día. Pues bien, yo no había visto a nadie más en el
mirador, salvo a aquella pareja que observaba el mar ensimismada, tomados de la
mano. La zona había estado muy tranquila todo el día y continuó igual al día
siguiente, pero yo estaba cada vez más intranquilo, ni el amor más feroz podría
logar que una pareja permaneciera allí, horas y horas, días y días, sin
moverse, cogiditos de la mano, sonrientes…
Estaba
harto de aquella historia, decidí que aquella tarde, a la puesta de sol, me
sentaría en aquel banco y me fumaría unos pitillitos, estuviera allí quien
estuviera, la parejita enamorada o San Pito Pato el “amargao”, me daba igual. Y
así lo hice… pero la pareja había volado. Busqué en mi cámara las fotos que
había realizado y no las encontré, pregunté a viandantes y comerciantes, nada,
nadie les había visto. ¿Me había vuelto loco?
Me
informé, ninguna leyenda de enamorados que se aparecieran en bancos mirando al
mar, nada. Me fumé un pitillito en el banco, mirando al mar y pensando y
cavilando si no me estaría yo volviendo loco. Pasaron las horas, me fumé más
pitillitos, pasaron los días, continué en el banco, mirando al mar, cavilando…
Y entonces se me ocurrió. En efecto, era una idea genial. Tomé la cámara la
coloqué en el trípode, puse en marcha el disparador automático y me senté
sonriente… Cuando busqué mi foto no conseguí encontrarla. Y allí me quedé,
sentado en el banco frente al mar, mirando el paisaje, fumando un pitillito
tras otro y haciéndome una pregunta que repercutía en mi cabeza como un
martillo pilón: si yo era un fantasma, quién demonios era aquella pareja.
Slictik
(En algún lugar de España)
(En algún lugar de España)
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