DIARIOS DE NEW YORK / Juan Carlos Vásquez



Diario de Nueva York (Wards Island)
A los habitantes de Wards island (2002/2004)





Al verla con aquel gesto desaprobatorio hice un recuento de nuestras anécdotas, su rostro por primera vez era un modelo de inseguridad, pero no dudó en preguntarme si me atrevería a cambiar de idea. Todo surgió con una espontaneidad pasmosa al pasar por Tampa, volvíamos a South Beach desde Sarasota; en aquellos meses el estado de la Florida se había convertido en un lugar insustituible pero ya era suficiente, mis ganas de marcharme eran más fuertes que mi sentido común. Jadié finalmente con incredulidad al llegar al piso, el silencio reinó por dos días, no escapaba a un cuestionamiento interno, pero no me dejé doblegar. Mi yo del pasado nunca llegó a creerse tanto, tan raro y lejano, era el momento.
Un explorador de raza, como es mi caso debe morir explorando. Mi objetivo era el mismo, internarme en el verdadero mundo de las cosas. Al despedirme de Riina asumía el riesgo y la peligrosidad que implica una aventura de ese tipo, me dirigí a la estación, compré el boleto y me senté a esperar la hora. Tenía la opción de retractarme, pero no lo hice.
Me convencí, y una vez que acepté eso, me importó un comino lo que fuera de mí. Riina me miró una última vez con ojos inexpresivos y fríos, y luego, de repente, me dirigió una de las sonrisas más sentidas que había tenido el placer de ofrecerme, sin decirme nada me estaba entendiendo.

Por el altavoz hicieron el llamado a todos los pasajeros que se dirigían a New York. Alcé la mochila y subí al autobús, busqué mi asiento y abrí parcialmente la cortina para observar por última vez aquel sitio. Después de la tristeza recobré la calma y establecí una nueva relación con mi destino.
Ajusté el asiento reclinable, el reposa cabeza, quería impedir que mi espalda y cuello se resintieran como tantas otras veces. Me esperaban más de veinte horas de viaje. Las primeras pausas incluyeron: FT Lauderdale, Orlando, Jacksonville, Savahna, Richmond. Finalmente me había despegado de aquella transitoriedad al tomar aquel camino. El placer de percibir comenzó a unirse al desplazamiento.
Era una experiencia en toda regla. Contemplaba los paisajes naturales y urbanos que estábamos cruzando: Autovías, carreteras, caminos rurales que bordeaban pantanos, zonas desérticas, bosques. El paisaje entre ciudad y ciudad, entre pueblos y naturaleza. Bajaban y subían personas modificando abruptamente mi percepción de lugar y espacio.
La ventana eran tres imágenes en ángulos oblicuos que nacían de los reflejos. Me sobreponía al resplandor para divisar sollozando con indescriptible euforia.
 Reviví el tiempo con sus milésimas: distancia, climas, fachadas humanas. Entre Fayetteville y Raleing subieron otras personas. Me mojé los labios, absorbí de aquel pozo de agua mágica que siempre llevaba conmigo para sobredimensionar el universo.
Entrar en núcleos urbanos aumentaba el tiempo total del trayecto. Moví los brazos, piernas y cuello para evitar dolores, calambres, debido a estar tantas horas apenas sin movimiento en una misma posición. Necesitaba un rato de siesta o incluso un sueño largo, pero solo cabeceaba sin poder mantener la lucidez.
 Pensé. Intentaba revelarme las motivaciones ocultas, las expectativas y lo complicado por el ancho de las geografías. Todo era un antídoto perfecto, trazaría mi propia guía, la soledad no dejaría corromper mi idea, nadie intervendría en mi apreciación. Lo importante es la inconsciencia con la que se entraba en ese algo, el impulso. Cinco, diez, doce, dieciséis horas. En Philadelphia el cambio se acentuó con la arquitectura, los colores que nacían del clima eran otros. Algo muy diferente se suspendía. «La rotación de personas; las estaciones de servicios; de autobuses; el chocolate; la vodka; mi libro y yo». Leía parcialmente a John Banville y alucinaba en mi propio escenario.
Por la ventanilla se podía contemplar los nubarrones suspendidos aleatoriamente en el cielo, de los que emergían fuertes relámpagos. Exhausto pero contento arribé a New York. Mi experiencia con Riina a lo largo y ancho de la Florida fue un pensamiento recurrente a través del camino, estaba seguro de que a pesar de su tristeza se alegraría de que todo había ido bien.

A Riina la conocí en un bar de la ciudad de Tampa, había realizado un largo periplo entre Toronto y la Florida para idear un plan. Se impuso un cambio, lo único que le importaba en ese momento era alejarse de su vida pasada y dedicarse a escribir sobre todo lo que odiaba en el mundo, por ello, desde su sitio en la barra parecía cansada; sin embargo, tuvo la capacidad de reírse de todos aquellos temas oscuros y dolorosos de su pasado, que, por norma general, solían resultar controvertidos y polémicos porque estaban relacionadas con la moral. Yo le comenté sobre aquel elemento caótico que siempre desbarataba todos mis razonamientos para seguir los impulsos.
Rinna llegó a la Florida y se arrojó de a poco a la vida. Le gustaba conocer mundo, coleccionar objetos y acumular experiencias.
Algo curioso me alertó; sus gestos, su belleza, su inteligencia emocional. Quería entrar a su mundo alternativo. Las primeras semanas optamos por una síntesis armónica en el intercambio de cartas y correos.
Solía centrarse en contar que tuvo una vida muy adversa y a la vez divertida, de sus estudios de antropología, una secuencia interminable de su vida en su Finlandia natal, en Toronto y Vancouver.
El tono desenfadado e inocente que empleaba me invitaba a acercarme más. Siempre dejaba un espacio vacío para contarme anécdotas de otras partes del mundo. Sus palabras cobraban vida propia, todo lo que no comprendía o me parecía misterioso ella se esmeraba en develármelo de la mejor manera.
Pensé en todo lo compartido, en esas noches anteriores al viaje, esas noches en que quedábamos casi muertos sobre la cama después de hacer el amor, con la boca seca y una arritmia incontrolable.   

Lo primero que leí al cruzar el Washington bridge fue un mensaje de inmensas proporciones: «We're all gonna die», todos vamos a morir.
Ya en Port Authority, la principal entrada para autobuses interestatales hacia Manhattan, tomé un tren hasta la 125th y Lexington street y caminé unas pocas calles hasta un hotel que me habían recomendado, más por el precio que por la calidad. Descansé, dormí con profundidad por más de diez horas. Necesitaba recobrar las fuerzas para empezar de nuevo.
Comprobé la verticalidad de New York, atestada de tiendas, convulsa de estructuras imponentes. Me interné en la muchedumbre y me dejé arrastrar por las masas. Caminé lento, apresuradamente. Sentarse, ponerse en pie, volver a sentarse, deliberar internamente sobre mi extraña fascinación por los bancos en los parques. El rocío se suspendía en el aire en forma de pequeñas fibras de nieve inusual en aquella temporada por lo que tendría que pensar rápidamente, en un par de semanas el invierno se instalaría por más de tres meses.

Conocí el Grenwich Village, El Soho, paseé por Bowery. De Manhattan a State Island, de State Island a Manhattan contemplando los ángulos más relevantes de la isla y sus rascacielos. Comprobé la esencia de Harlem cruzando la Lenox. Di vueltas entre lo apoteósico y la barbarie del sur del Bronx. Cada día me turnaba entre un sitio y otro observando los movimientos de la gente, aquel abanico de tonalidades rasgos y pieles que profundizaban en mi interés para finalizar siempre en el parque. Aquel banco donde me sentaba estaba ubicado a unos pasos de la 110th y el Central Park. Ese descanso era enmarcado por un túnel de enredaderas y flores. Lo consideré desde entonces mi lugar. Ese primer día saqué mi cuaderno, sobre aquellas páginas designaba cada idea y su circunstancia. Recuerdo haber encontrado allí, hurgando, el efecto subversivo que necesitaba para emerger. Me había obligado a rastrear el sentido de cada cosa al sugerir constantemente en una página y otra, obligándome a un efecto de captación cada vez más profundo, aquéllas ideas me motivaron.
Estaba consciente de que el círculo de la experiencia pasaría por todas las fuentes que incluirían los problemas más inauditos y desiguales, pero mi pasión por descubrir se afectó más rápido de lo que pensaba, con el pasar de los días la vieja sugestión del vicio me hacía magnificar la experiencia. La fiesta se volvió recurrente y continúa, el desgaste se manifestaba con un sudor extraño. Visité puerta por puerta los bares en el Village, me entregué a los sádicos efectos de los comparecientes en Bowery. Y del Bowery al Bellevue, ese antiguo psiquiátrico convertido en refugio en la nocturnidad.
 Finalmente llegó el cansancio y la ruina, el dinero se agotó. Volví a sentir la debilidad a la que me había conducido el caos en el pasado. Hice trizas el tiempo que tenía para buscar en calma la estabilidad y el orden, en tan solo unos días.
Estaba muy exaltado, pero tenía que seguir ¿Qué haría? Mi impulsividad ante la tentación no era nueva, pero esta vez la atmósfera me deparaba todo lo impensable, por eso duplicaba los arrebatos sin medir las consecuencias.
Algunos trechos de mi mente se habían borrado, solo quedaban breves pasajes, me había conducido a ello, ahora debía repararlo.  








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