EL GPS Y YO: HISTORIA DE UN AMOR DIFÍCIL/Paloma Celada Rodríguez
Paloma Celada Rodríguez (Madrid, 1962) es Doctora en Farmacia por la
Universidad Complutense de Madrid y por la Universidad de Alcalá. Tras varios
años trabajando en la sanidad privada pasó al sector público donde se dedica
actualmente a la investigación científica. Ha publicado varios artículos en
diferentes revistas científicas relacionadas con la nutrición. Gran amante de
la lectura gestiona el blog literario Leer, el
remedio del alma bajo el alias de Kirke Buscapina.
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EL GPS Y YO: HISTORIA DE UN AMOR
DIFÍCIL.
Un monje budista dice que cuando hay un diálogo verdadero ambos
lados están dispuestos a cambiar. Por eso yo creo en el diálogo, creo que
hablar con otro siempre es bueno, hay un intercambio que ayuda y enriquece a
las dos partes.
Lo malo es que, en algunas ocasiones, solo uno de los
“dialogantes” habla, y la otra parte hace oídos sordos a esa conversación. Sin
embargo, nos empeñamos en seguir hablando, a pesar de saber que no nos
escuchan. A mí me pasa continuamente, concretamente cuando me pongo a hablar
con las máquinas.
Sí, yo le hablo a muchos de los aparatos que me rodean en mi
quehacer diario. Sé que no me oyen pero les hablo y además espero que me
contesten. Le hablo a mi ordenador, a mi teléfono móvil e incluso a la
lavadora.
Pero de todas las máquinas con las que suelo charlar la que más se
presta a un “diálogo” es el GPS, y yo creo que es porque los mensajes los
transmite oralmente; transcribe lo que quiere expresar a través de una voz, una
voz computerizada pero voz al fin y al cabo.
Mantengo una relación de amor-odio con esta máquina. Reconozco que
me ha sacado de apuros en muchas ocasiones —tengo un sentido de la orientación
nefasto y una memoria para recordar itinerarios aún peor—, pero en otras ha
sido la causante de que acabara en lugares remotos y muy alejados de mi destino
deseado.
Son múltiples las situaciones en las que me he visto comprometida
por tan controvertido aparato.
La mayoría de nuestros malentendidos se basa en la manía que tiene
en decirme que gire en lugares donde no se puede girar —bien porque está
prohibido o porque sencillamente no hay calle o salida por la que hacerlo—.
Como no le hago caso, porque no quiero estrellarme o que me multen, es entonces
cuando me dice su expresión preferida:
—Recalculando.
¡Odio esa palabra!
La odio porque mi GPS la dice con retintín. Yo, detrás de esa
odiosa expresión, oigo mucho más, en realidad me está diciendo:
—Payasa, ya te has
vuelto a equivocar, mira que me haces trabajar. Tonta, que eres tonta.
Pero yo no me quedo corta, que le contesto con retintín también, y
con muy mala leche:
—No
giro por ahí porque no se puede. ¿Es que no lo ves?
Otra cosa que mi GPS no comprende es que una vez que llegas al
lugar deseado hay que aparcar el coche. Aunque ya hayas llegado, la
probabilidad de aparcar en la misma puerta es muy remota, por lo que hay que
alejarse un poco. Es entonces cuando me dice:
—Ha
llegado a su destino.
Pero yo sigo adelante pues, como es de esperar, ahí no hay sitio
para dejar el coche. A partir de este momento la conversación más o menos es la
siguiente:
GPS: Ha llegado a su destino.
YO: Ya lo sé. Voy a aparcar.
GPS: Ha llegado a su destino.
YO: Que sí, que vaaaale. Que ya lo sé.
GPS: Ha llegado a su destino.
YO: ¡Que tengo que aparcar! ¿O ves tú algún
sitio donde dejar el coche? Porque si lo ves me lo dices. Vamos, dime dónde hay
sitio, ¡dímelo!
GPS: Recalculando.
Otra manía de mi GPS es liarme de mala manera en las rotondas.
Resulta que no cuenta las salidas que están cortadas o que son de incorporación
y no de salida, y cuando me dice:
—En la próxima
rotonda gire la tercera a la derecha.
Yo cuento tres vías, sean de incorporación o de salida, cuento
tres. Si resulta que entre ellas alguna es de incorporación o está cortada ya
la tenemos liada.
En una ocasión, y por culpa de esta manera de orientar tuve una
bronca monumental con mi GPS.
Resulta que quería llevar a mi padre y a mi hija a visitar un
parque en la localidad de Torrejón de Ardoz. Sabía cómo llegar hasta esa
población pero no hasta el parque en concreto. Me decidí a utilizar el
navegador. Puse la dirección del parque en cuestión y llegué sin más problemas.
Qué bien.
Lo malo fue al regresar. Lo que se suponía más fácil resultó ser
lo más complicado. Mi GPS puede almacenar algunas direcciones en ‘favoritos’,
entre estas está nuestro domicilio. En su día, mi marido incluyó la dirección
de nuestra casa en este apartado, con el calificativo de “Casa” —no es muy
original pero es práctico—. Le di a “Casa” y me dispuse a seguir las indicaciones
del navegador.
Atravesamos varias plazas y al final llegamos a una rotonda. En
esta había varias salidas entre las que se encontraban las incorporaciones a la
autovía A-2. Esta autovía conecta Madrid con Zaragoza. Yo vivo en Madrid y
Torrejón se encuentra entre las dos ciudades —para los que no estén bien de
geografía aclararé que mucho más cerca de Madrid que de Zaragoza—. El caso es
que al llegar a la rotonda el GPS me dijo:
—En la rotonda gire
tercera a la derecha. Gire tercera a la derecha.
Resulta que una de las salidas era una calle cortada y esa el
navegador no la tuvo en cuenta. Pero yo sí.
Total, que giré en la tercera salida y en realidad donde
tenía que haber girado era en la cuarta. Cuando ya me estoy saliendo de la
rotonda compruebo con estupor que hay un cartel donde pone “A-2 Zaragoza”. Es
cuando dije yo:
—NOOOOO. ¡¡¡¡Zaragoza
no!!!! ¡¡Que yo quiero ir para Madrid!!
A lo que mi GPS contestó:
—Recalculando.
Lo que después salió por mi boca no lo voy a reproducir aquí.
Tengo que reconocer que al instante me arrepentí, no por delicadeza hacia mi
navegador, sino porque en el coche iban también mi padre —un señor mayor
educadísimo— y mi hija, que por aquel entonces tenía once años, y a la que di
un malísimo ejemplo. Pero la desgracia solo acababa de comenzar.
Intentar rectificar en una autovía es complicado. La mayoría de
las veces acabas saliendo a un sitio aún más difícil para orientarte que la
propia autovía. Si encima llevas un GPS la tragedia está servida.
Mi primera idea fue irme a la siguiente localidad conocida por mí,
Alcalá de Henares, pero para llegar hasta allí todavía quedaban más de 10 km y
quise evitármelos. Salí por la primera salida y cuando llegué a la rotonda que
me esperaba nada más abandonar la vía principal hice caso de mi navegador —que
andaba recalculando muy cabreado—. Después de varios kilómetros por carreteras
comarcales y pueblos que supongo eran de la Comunidad de Madrid pero que yo no
había oído mencionar, llegué a un cruce.
Yo buscaba ansiosamente la palabra “Madrid” escrita en algún
cartel indicador, pero no tuve suerte. A la derecha ponía el nombre de un
pueblo y a la izquierda el de otro. Dado que el paraje por donde estaba era
llano, hacia la derecha y a lo lejos —muy a lo lejos— se veía el perfil de
cuatro torres emblemáticas de mi ciudad, por lo que supuse que tendría que
girar hacia ese lado. Pero el navegador me dijo que tirara para el otro.
GPS: Gire a la izquierda. Gire a la izquierda.
YO: Oye, Madrid se ve a la derecha. ¿No crees
que debería ir hacia allí?
GPS: Gire a la izquierda.
YO: Mi casa está en Madrid, las torres de Plaza
de Castilla también, esas torres están a la derecha. Ergo, debería ir ¡hacia la
derecha!
GPS: Gire a la izquierda.
Fue en este punto cuando mi hija, toda solícita me preguntó:
—Mamá, ¿qué dirección
le has dado al GPS?
—La que ha puesto tu
padre como “Casa”.
—A ver si ha puesto
otra casa.
—Pues
no sé, habrá puesto la dirección de la casa de “la otra”. (Esto último lo pensé y no lo dije en voz alta, que mi padre y mi
hija me estaban escuchando).
¡Lo que me faltaba! No solo me había perdido, ahora también el
puñetero navegador me estaba haciendo sospechar de la fidelidad de mi marido. ¡El
colmo!
Al final se impuso la sensatez de la experiencia. Me refiero a la
sensatez y a la experiencia de mi padre, que me dijo:
—Apaga ese cacharro y
tira para Madrid, que se ve allá al fondo a la derecha.
Así lo hice y así llegamos a casa. Una hora más tarde de lo
necesario, pero llegamos sin lamentar desgracias personales ni materiales (el
navegador a punto estuvo de ser pateado por una servidora, pero me contuve).
Después de esta experiencia tuve un largo distanciamiento con mi
GPS. Pero, al final, retomamos nuestra relación. Con él me pierdo, pero sin él
también. Ni contigo ni sin ti.
A veces pienso si no tendré una especie de síndrome de Estocolmo
con este cacharro, pero el caso es que nos aguantamos mutuamente y como un
matrimonio mal avenido seguimos conviviendo juntos: yo asumiendo que si me
pongo en sus manos puedo llegar a un sitio completamente distinto al deseado y
él recalculando constantemente.
FIN
Madrid-España
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