INSTRUCCIONES PARA EL SEPELIO DE UNA MULA/Ricardo Juan Ben


Ricardo Juan Benítez (Buenos Aires, Argentina, 28/11/1956)
Escritor, poeta y crítico cinematográfico. Publica con asiduidad en diferentes revistas digitales (Herederos del Caos, Almiar Margen Cero, Resonancias Org., Mis Poetas Contemporáneos de Gustavo Tisocco, Revista Axxón, Tertulia de Escritores) Algunos de sus cuentos se encuentran en Proyecto Scherezade del Departamento de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Manitoba, Winnipeg, Canadá. 

Jeremías respetaba cada una de sus rutinas. El creía en lo que decía El principito: “los rituales son importantes”. Recién levantado se tomaba una de sus interminables duchas. Su higiene personal la completaba con afeites y lociones. Luego se vestía con su riguroso traje oscuro, zapatos negros, corbata al tono y su maletín de cuero parecido al de los médicos. Luego compraría el infaltable periódico en el kiosco de la esquina. Antes de salir, dejaba un vaso de agua con las medicinas al alcance de su mujer. Único gesto de ternura que se permitía por las mañanas.
Jeremías sabía de memoria el horario de los diferentes colectivos. Si por algún motivo sufría alguna demora entraba en estado de angustia. Esa mañana marchaba todo de acuerdo a lo esperado. Tenía tiempo para saborear su cortado mitad leche, mitad café y hablar con Ricardo, el mozo, de fútbol o política. Por último leía las noticias y comenzaba el crucigrama. Unos minutos antes de su horario de entrada, ingresaba a su trabajo.
—¡Buenos días Jeremías! ¿Tomás una taza de café? —dijo Gabriel, con cara del que ha pasado la noche de guardia.
—No gracias, vengo del bar, me voy arriba a acomodar las cosas.
—Bien, todavía falta para que lleguen los demás —respondió con un bostezo— ¡Ah! hay dos nuevos arriba.
—Okey., luego nos vemos —respondió Jeremías.
Se puso la bata blanca y el barbijo. Entró en la sala fría recubierta con azulejos blancos. El piso era de mosaicos grises y todo el lugar daba sensación de asepsia. Ahí en el medio de la habitación estaban los dos nuevos. La primera, una muchacha de unos veinticinco años. El tono bilioso de la piel y el color morado de los dedos mostraban un poco prometedor caso de muerte natural. Tal vez una afección cardiaca. Comenzó a trabajar en el cadáver. En unos instantes la había lavado y hecho una cosmética especial. Luego trajo un ataúd y la acomodó. El cuerpo era un poco largo, pero no había necesidad de quebrarle ningún hueso para que entrara en el cajón estándar pagado por la obra social. Le acomodó la mortaja y llevó el féretro hasta un rincón; la tapa la dejó apenas apoyada.
El otro tipo era enorme. Unos 120 o 125 kilos, a lo menos unos 2 metros de alto. Calzaba 45 y las manos eran proporcionales al resto de su anatomía. Iba a necesitar ayuda para moverlo. Retiró la sábana que lo cubría y casi dio un grito de asombro. El tipo tenía una profunda herida a la altura del hígado. ¿Qué hacía un cadáver en esas condiciones en la funeraria? ¿Quién habría firmado el certificado de defunción? Luego le preguntaría a Armando para salir de dudas.
Tomó el maletín y extrajo una caja plateada con instrumental quirúrgico. Además, unos de los libros con que estudiaba patología.
Su mujer le tenía por un don nadie. Un burócrata de la muerte. Un tipo que lo único que había hecho en los últimos veinte años era embalar cadáveres. ¡Pero él le iba a demostrar cuando se recibiera de médico forense!
Jeremías se tomaba ciertas libertades en su trabajo. Por ejemplo cuando higienizaba los cadáveres él realizaba prácticas. Cortes, suturas y extracciones de tejido. Aquel hombrote daba para el estudio.
El tajo era un trabajo profesional, hecho con un cuchillo de supervivencia como el que usan los comandos. El filo había quedado hacia arriba y el corte fue ascendente. Esto se veía en la forma de la herida. El corte superior era limpio y profundo, en la parte inferior del tajo había desgarros producidos por la forma aserrada que tienen esos cuchillos en la parte superior.
Tomó el bisturí, unas pinzas quirúrgicas y las dispuso en la mesa auxiliar. Con sus manos enguantadas puso el cadáver de costado en el lavatorio. Luego realizó una incisión casi sobre el esófago. Miró la hora, aún tenía tiempo antes que llegara alguien. Las tripas estaban anegadas de sangre. El hombre era del tipo que suele ser colorado y rubicundo, pero tenía una extrema palidez. No sólo había perdido sangre por el tajo, sino que las hemorragias internas habían terminado con cualquier intento que hubiera hecho por salvar su vida.
Hundió las manos cerca de la glándula biliar y luego palpo lo que le quedaba de hígado. La cuchillada le había interesado el órgano y parte de los intestinos. Seguía Jeremías revisando, cuando sintió algo duro en la bolsa estomacal. Trató de atraparlo; pero sus dedos resbalaron en la gelatinosa cavidad.
Jeremías palpó en las cercanías del duodeno, ahí estaba. Con cuidado hizo una incisión en la muscularis mucosae. En sus dedos apareció un paquete como envuelto en celofán. Lo puso bajo la canilla y lo limpió, dentro se veía un polvo blanco, como maicena. No era ningún comestible. Él supuso saber de que se trataba.
“¿Cocaína? Pero esos cristales no parecen de cocaína” —pensó escéptico.
Volvió a hundir las manos en el estómago. Empezó a extraer más cápsulas. Eran casi dos docenas, calculó que sería algo así como medio kilo. ¿Qué iba a hacer ahora?
—¡Jeremías! —la voz de Gabriel en el descanso de la escalera— ¿Está lista la muchacha?
Tomó la sábana que antes cubría a la chica, hizo un bollo y lo introdujo en el tajo del cadáver del tipo. Luego tomo otra sábana y lo cubrió.
—¡Si! ¡Ya está! —respondió jadeante.
—¡Epa! ¡Que trabajo hiciste con la muchacha! —dijo admirado Gabriel.
Tomaron la tapa y la aseguraron con sus herrajes al cajón. Luego lo llevaron a la cinta transportadora para trasladarlo al subsuelo, de allí al furgón que lo depositaría en el velatorio.
—¡Ah! ¿Cuánto te falta para el holandés?
—¿El holandés?
—Ese tipo —dijo señalando el cuerpo enorme en la camilla.
—Más o menos, este —dudó Jeremías—, una hora
—¿Seguro?
—¡Seguro! Ya mismo pongo manos a la obra.
Jeremías tenía las ideas amontonadas.
—¡Los paquetes! —se dijo con desesperación— ¿Los habrá visto Gabriel?
Ahora ya no tenía importancia. Se sentó y miró sonriente la caja refrigeradora que estaba frente suyo, ya tenía una solución para ocultar el botín y despachar al holandés.
Lo primero era hacer su trabajo. Y por mucho que pesara el muerto, él haría aquello sin ayuda.
Jeremías aún no lo sabía, pero las decisiones y las acciones que estaba tomando cambiarían en menos de veinticuatro horas todos sus ritos y rutinas.
Él era uno de los pocos que conocían una técnica relativamente nueva en el país. La tanatopráxia. Él se encargaba de acondicionar los cadáveres para viajes de traslado. Sin necesidad de refrigerarlos. Simplemente les quitaba las secreciones y humores internos y trataba el cuerpo y las vísceras con espermicidas y germicidas. Por último realizaba un arreglo cosmético y lo acomodaba en el ataúd; ya listo para despacho.
Aunque no tenía ganas de almorzar cruzó al bar. Se sentó en la mesa usual.
—¿Doctor, le traigo el cortado mitad y mitad? —preguntó Ricardo diligente.
—No, traeme una ginebra…
El mozo lo quedo mirando intrigado. Ese era el primer cambio imperceptible en la
conducta de Jeremías. Hacía años que no tomaba alcohol.
—¡Ricardo! ¡Otra ginebra!
—Si, doctor.
Hacia mucho tiempo que había desistido de la idea de explicarle a Ricardo que él no era doctor, todavía. Cuando volviera el mozo tenía otro favor que pedirle. Una vez habían hablado de una banda de chicos drogadictos. Uno trabajaba en el bar de lavacopas, tratando de llevar una nueva vida. Ahora estaba limpio; pero seguía en ese barrio pesado, y con sus amistades peligrosas.
—Doctor, la ginebra —Ricardo miró asombrado mientras la tomaba de un trago.
—Ricardo, necesito un par de favores.
—Sí doctor, para lo que guste.
—Primero necesito que me guardés esto un par de días —sacó la caja de metal con el instrumental quirúrgico, retiró un bisturí que se guardó en el saco y luego se la entregó en custodia.
—Lo voy a llevar al cofre donde guardo mi ropa de calle —dijo Ricardo—, en el vestuario.
No tardó demasiado en volver. Jeremías le pagó las ginebras y le dejó el vuelto.
—Ricardo, otra ginebra —ordenó cuando se iba— ¡Ah! Quiero hablar con el chico… ¿cómo se llama?
—No se lo dije, doctor —Ricardo lo miró con severidad— ¿para qué quiere hablar con ése?
—Tengo, tengo que…—“¿què se me puede ocurrir?”, pensó— hacer unos arreglos —“¡Eso!”—, y necesito unos albañiles baratos… entonces yo pensé…
—Doctor, a éstos no les gusta el trabajo pesado —quiso aconsejar Ricardo—, usted no
tendría que…
Jeremías se sorprendió de su propio tono de voz al interrumpirlo:
—¡Ricardo! Quiero hablar yo con el chico, no te pedí tus consejos ¿entendido?
—¡Si doctor! —retrucó servil— Ya voy.
—¿Cómo se llama?
—Chelo, le decimos el Chelo.
El muchacho se acercó a la mesa mirando desconfiado en todas direcciones.
—Hola ¿vos sos el Chelo? —dijo Jeremías sonriente— Vení sentate aquí.
El chico se sentó y miró alrededor. No estaba nada cómodo.
—Mirá Chelo, no te voy a andar con vueltas —hizo una pausa intencionada—, si yo tuviera medio kilo de heroína de máxima pureza ¿encontrarías comprador?
—¡Yo señor, no se nada! ¡Estoy limpio! —se desesperó el muchachito— Hace mucho que no tomo.
—¡No seas estúpido! ¡Tranquilizate! —otra vez empleó un tono de voz autoritario que jamás había utilizado—. Yo tengo, aproximadamente, medio kilo de dama blanca, que parece de la buena, si me conseguís comprador una parte del pago es tuya ¿si?
Jeremías había reconocido el tipo de droga por los cristales parecidos al azúcar, y con el Chelo utilizaba el nombre de su jerga. El chico parecía más tranquilo o la codicia podía más que todas sus aprensiones.
—¿Cuánto se puede obtener?
—Cincuenta mil
—¡Cincuenta mil pesos!
—Dólares —susurró el Chelo—. Esa mercadería en la calle, ya fraccionada, vale entre seiscientos cincuenta y setecientos cincuenta mil euros
Cincuenta mil dólares. Una fortuna para Jeremías. Una fortuna para cualquiera.
El chico estaba procesando la información. Lo miró a los ojos y le dijo:
—Tengo que hacer unos llamados, no es fácil encontrar comprador.
—Te voy a esperar acá —dijo Jeremías decidido.
Ricardo los miraba con gesto de desagrado.
—Doctor, a éstos no les gusta el trabajo… son vagos.
Jeremías se cruzó los labios con un dedo. El otro se calló.
Chelo estaba de vuelta.
—Mañana al mediodía nos lleva al lugar donde está…
—¡No! Tiene que ser un lugar neutral —Jeremías habló con seguridad—, que llamen acá y acordamos el lugar de la entrega.
Ricardo se aproximó y se quedó mirándolos. Jeremías para disimular, saco una tarjeta y se la dio al Chelo:
—Esta es la dirección, mañana al mediodía ¿está bien?
El muchacho tomó la tarjeta y dijo:
—Si, está bien doctor.
—¡Me parece que se amontonan las copas! ¡Chelo! —gritó Ricardo.
—La culpa es mía —dijo Jeremías mientras le daba unos billetes—, para la ginebra, y dejá el vuelto. El gesto del mozo se dulcificó.
Jeremías cruzó a la funeraria. El cadáver del holandés ya había sido despachado al Aeropuerto Internacional de Ezeiza y de allí a Ámsterdam. Terminó algunos asuntos pendientes y al cumplirse el horario salió rumbo a su hogar. De paso entró en el supermercado coreano de la cuadra. Compró una botella de vino selección y un pedazo de queso gruyere.
Su esposa estaba mirando la telenovela. Cuando entró dio vuelta la cabeza y dijo sin mayor interés:
—Hola ¿cómo estás?
—Bien —daba lo mismo—, voy a la cocina, no te molesto.
—¿Qué? —preguntó con gesto agrio— ¿Ahora se te dio por el vino?
Los cambios en Jeremías seguían:
—¡Si! ¿Y qué?
Tal vez haya sido por el tono de la voz o por su gesto. Ella estaba belicosa como de costumbre, pero calló y siguió mirando su programa preferido.
Una vez en la cocina, Jeremías busco una copa y algo con que destapar la botella. La copa no le dio demasiado trabajo. Para destapador utilizó el bisturí que se había guardado. Con el mismo cortó el queso en pedazos y agregó algunas rodajas de pan viejo. Bebió el vino despacio, mientras picaba el queso. Hacía años que Jeremías no estaba satisfecho consigo mismo. En aquel momento sentía algo muy cercano a la alegría, se sentía dueño de la situación y de su propia vida.
A la mañana siguiente se despertó aún en la cocina. Se había quedado dormido en la silla. Miró la hora, iba con atraso. No se podría duchar. Se refrescó un poco el rostro en el lavabo, se echó un poco de perfume, se acomodó el traje y salió.
No le sobraba el tiempo; pero su parada en el bar era sagrada.
—Doctor, buenos días —lo recibió el mozo— ¿vio el noticiero?
—No, no tuve…
—Espere, escuche doctor.
Una placa roja con letras blancas:
CASO DE NECROFILIA CAMINO A EZEIZA.
Y la voz vibrante del locutor anunciando:
“Como adelantamos fue encontrado un cadáver dentro de un furgón funerario camino al Aeropuerto Internacional de Ezeiza… el furgón estaba abandonado con su macabra carga mortuoria. Al cuerpo le extrajeron íntegro el estómago… las autoridades se encuentran desconcertadas… hay más informaciones…”
Jeremías estaba pálido y preocupado. Tanto que no terminó el cortado y cruzó a la funeraria.
Armando estaba conversando con dos hombres de traje y aspecto severo.
—¡Jeremías! Los señores son de la policía, quieren hablar con vos.
—¡Si, por supuesto!—Jeremías fingió una jovialidad que no sentía— Antes ¿puedo hablar un segundo con vos?
—Si, ya vuelvo señores.
—Armando, estamos en problemas —estaba tratando de hablar con calma—, el cadáver del holandés ¡Al tipo lo mataron! ¿Dónde está el certificado de defunción? ¡Ahora esta cagada del furgón!
—Tranquilo —sonrió Armando—, este asunto está arreglado. No le conviene a nadie hacer demasiadas preguntas, ni siquiera la policía
—¡Mejor que lo arreglés! —aulló Jeremías—, no quiero terminar en cana por un asunto tuyo ¿okey?
Armando lo tomó del brazo y le dijo:
—Jeremías, quedate tranquilo. Acá hay gente muy importante involucrada en este asunto ¡No va a pasar nada!
—Pero esos tipos…
—Vos sólo deciles que le hiciste al cuerpo —Armando bajó la voz—. Estos no nos van a dar trabajo. Después vamos a tener que dar explicaciones a otros tipos más complicados
Jeremías estuvo un buen rato con los policías. En realidad todo era muy rutinario, todavía los tipos no estaban lo suficientemente suspicaces. Tal vez en la próxima visita fueran más agresivos. Quizá no les interesara averiguar más de lo necesario.
—Bien, amigo, puede que lo necesitemos de nuevo, usted sabe como son las formalidades
—¡Acá voy a estar! Para lo que necesiten.
Los acompañó hasta la puerta y luego que se fueron volvió con Armando.
—Armando, me siento un poco mal, te quería pedir…
—¿Permiso para irte? ¡Claro hombre! Andá nomás —Armando mostró su sonrisa lobuna—, y lo que te dije, quizás tengas que explicarle a unos conocidos míos qué le hiciste al cadáver ¿si?
De todas maneras estaba intranquilo. ¿Quiénes serían esos tipos?
Pasó por el bar para ver que pasaba con el Chelo.
—Ricardo ¿lo llamás al Chelo?
—Hoy no vino a trabajar ¡le dije doctor, son vagos!
Ricardo se dio vuelta para atender el teléfono que sonaba en la barra.
—Doctor, es para usted-
Jeremías tomó el auricular algo confundido.
—Si…
—Hola, papá, somos los albañiles —la voz sonaba curiosamente molesta—, estamos en tu casa ¿venís con la mercadería?
—Si, entiendo —Jeremías puteó en silencio, puteó su suerte, puteó al tipo del otro lado de la línea y puteó la puta idea que había tenido de darle la puta tarjeta a ese puto pendejo.
—Papá, no nos vas a cagar ¡Porqué te hacemos un desastre!
—¡Y te quedas sin nada! —otra vez Jeremías con su fiereza reprimida—. Le tocás un pelo y tiro todo al inodoro ¡boludo!
—¡Pará gil! ¿Sabés con quién estás hablando?
—Con un pendejo drogadicto —dijo con frialdad—, quiero hablar con mi esposa.
—Ya te paso ¡señora! —gritó contrariado
—¡Pero, Jeremías, me hubieras avisado!—era ella sin dudas, viviendo en una nube de incomprensión—, está todo hecho un desastre como para recibir visitas y…
—¡Callate! ¡Escuchame! —la hizo callar—. Vos tranquila, no tengo tiempo para explicar nada, ya voy para allá, pero quedate en el dormitorio.
—¿Todo bien, jefe? —preguntó el cabecilla.
—Todo bien —murmuró Jeremías—, no te mandés ninguna cagada, voy con eso.
No le sobraba el tiempo, llamó a un taxi.
Al llegar a su casa uno de los tipos le abrió la puerta. En total eran tres, que como los había imaginado, llevaban remeras sueltas, gruesos collares, gorras de béisbol y tatuajes desde el cuello a los tobillos. El Chelo brillaba por su ausencia.
—Nosotros cumplimos, la dejamos tranquila a la vieja —habló el más alto— ¿Y vos?
—Jeremías, que suerte que llegaste —la mujer irrumpió entre ellos—, los muchachos ¿les explicaste el trabajo que tienen que hacer?
La tomó del brazo, con una furia inusual, y le dijo:
—¡Te dije que no salieras del dormitorio! Ahora yo me voy con los muchachos y podés ver tu programa de televisión ¿entendiste?
Sumisa, sin preguntar, confundida, se fue al dormitorio.
—¿Y papá? ¿La merca?
—¡Mirá, pedazo de mierda, yo no soy tu papá! —respondió fuera de si—. No la traje.
—¡Pero, gil! Te vamos a hacer boleta a vos y a la vieja…
—¡Escuchá bien! —el gesto fiero de Jeremías detuvo al tipo que parecía el líder—Ahora nos vamos de acá y los llevo a dónde está la droga, la tocan a ella y no ven un gramo.
—Está bien, vamos.
Los cuatro salieron y cruzaron la calle hasta un Ford Falcón desvencijado. El jefe se sentó al volante y Jeremías atrás con un mono de cada lado.
Un tubo negro y grueso de metal entró por la ventanilla del conductor y se depositó sobre la sien del tipo. Otros dos silenciadores entraron por las ventanillas traseras.
—Bien muchachos, gracias —dijo un tipo canoso de lentes ahumados—, ahora nos hacemos cargo nosotros ¡vos bajá!
Jeremías pasó por encima del tipo de la izquierda, una vez fuera del auto una mano vigorosa lo tomó del cuello y lo llevó hasta un Honda plateado. Mientras se alejaba escuchó las explosiones apagadas de las armas. Una especie de ¡Plop!, seguidas de otros ¡Plops! Un último y definitivo ¡Plop!
Los cuerpos se retorcieron por los impactos, un líquido purpúreo manchó los paneles laterales, el torpedo y salpicó los vidrios.
Jeremías estaba de nuevo igual que antes, sentado atrás con un tipo de cada lado, pero en un automóvil más lujoso. Uno de ellos se sentó adelante, el canoso de gafas oscuras, se dio la vuelta y le habló:
—Nosotros somos los dueños del paquete, ya hablamos con Armando ¿entendés porqué estamos acá?
—Entiendo.
—Queremos el paquete —habló con voz grave e impersonal—, nadie tiene que salir lastimado. Somos profesionales, no como esos chicos.
—Claro —dijo Jeremías resignado.
—Incluso, podrán morir de viejos y pensar en esto como una anécdota —el tipo se sacó los lentes— ¿La tenés?
—La tengo.
—¿Dónde?
—Vamos a la funeraria.
—¡Me estás jodiendo! —dijo el tipo con falsa calma.
—No jodo con algo tan delicado —respondió Jeremías con la misma calma—, a la funeraria.
Llegaron ya pasada la hora de cierre.
—Voy a pegar un vistazo —dijo uno de ellos—, capaz que está la policía o los periodistas jodiendo.
.Jeremías era del personal de confianza, tenía antigüedad en la firma. Por lo tanto disponía de un juego de llaves. Abrieron, pero no prendieron las luces, sólo utilizaban una linterna.
—¿Por dónde?
—A la sala mortuoria.
Jeremías no era el mismo de antes. Ya jamás lo volvería a ser. No estaba cohibido ni asustado. Estaba esperando su oportunidad, Hasta había acariciado el mango del bisturí, dentro de su saco, en un par de ocasiones.
Aquella parecía una buena oportunidad. Los tipos duros, los asesinos que venían a buscar la mercadería sin importarles nada, parecían tenerles miedo a unos fríos cadáveres. Le había parecido, o creyó verles titubear antes de entrar en la sala oscura dónde reposaban un par de amasijos de materia inerte cubiertas por sábanas. Pateó un cubo de papeles de metal que cayó con estrépito, el haz de luz de la linterna le abandonó unos instantes. Entonces asestó el golpe, un tajo limpio al cuello de uno de los tipos. Se oyó el porrazo pesado del cuerpo contra el suelo. Luego como un sonido burbujeante y agónico, del que se ahoga en su propia sangre. Arrojó un golpe y la linterna voló por los aires. Entonces un par de fogonazos anaranjados hirieron la oscuridad. Jeremías había tratado de huir; pero no lo consiguió. Dos hierros candentes se hundieron en sus músculos, un dolor insoportable le iba desgarrando las células una a una, hasta que se desmayó.
Cuando Jeremías volvió en si, lo primero de lo que tuvo conciencia fue de la oscuridad y el frío atroz. Su hombro derecho le dolía horrores. Trató de incorporarse pero su cabeza golpeo con algo muy duro. Entonces se movió a un lado. Esta vez tampoco pudo zafar del lugar en el que estaba. Del otro lado también había una pared. Parecía estar dentro de una bañera. Rebuscó en el bolsillo y sacó un encendedor.
¡Estaba dentro de uno de los cajones del refrigerador!
El asesino le había dado por muerto y lo había guardado ahí.
Jeremías sabía que si mantenía la calma podría salir. Todavía tenía el bisturí. Iluminándose con el encendedor empezó a trabajar en la traba del cajón, hizo un poco de fuerza y libró la pestaña. Luego empujó y el cajón se deslizó sobre los rieles. Dos centímetros. A lo sumo tres. Volvió a probar, nada. No se movía. ¡La maldita camilla!
De seguro que la camilla estaba apoyada contra el cajón. Entró en pánico. Con frenesí comenzó a patear y forcejear. En plena lucha lo sorprendió el sueño. Había perdido demasiada sangre. Sus movimientos se hicieron más lentos. Sus párpados comenzaron a cerrarse. Sin tener conciencia de ello quedó dormido en su tumba de hielo.
A unos pocos pasos, en otro cajón mortuorio, el cadáver de un muchacho con el cuerpo lleno de heroína pura esperaba turno para ser cremado.

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