TEMBLOR/Carlos Wilfredo Trejo
Los
primeros diez minutos después del temblor
Escritor mexicano (México, D.F., 1977). Estudió la Licenciatura en Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Ganador en 2007 de una beca para estudiar en la Escuela Dinámica de Escritores que dirige Mario Bellatin. Sus textos han aparecido en publicaciones tales como Fantasci y Axxón. Historias cortas suyas han sido recopiladas en el libro Al diablo adentro, de la editorial Disculpe las Molestias. Ha sido invitado a dar clases de escritura creativa en varias universidades de su país y ha sido entrevistado para un sinnúmero de programas de radio.
Parece
que la vida regresa poco a poco al estado en que se encontraba antes
del terremoto. Volvemos a levantarnos temprano para ir al trabajo,
para llevar a los niños a la escuela, para pelearnos con el tráfico
y el clima y contra la somnolencia que parece no tener fin. A pesar
de que queremos volver a la normalidad, el miedo aún permanece.
Cualquier movimiento pequeño de la tierra nos hace saltar, nos
detiene el corazón. Somos unos miedosos, todos, aunque nos
esforzamos profundamente por demostrar lo contrario.
Si
hoy volviera a temblar, aunque sólo fuera un temblor con una quinta
parte de la intensidad del que sentimos el día 19, muchos nos
moriríamos de susto. Los edificios que se dañaron con el sismo —y
que aún nadie ha ido a derribar— se desplomarían inevitablemente.
El miedo volvería como un grito que desciende por la montaña, frío,
para congelarnos el pecho. Somos unos cobardes, aunque nos esforzamos
por parecer fuertes.
Esa
tarde yo no hacía nada más que intentar con toda mi fuerza no
pensar en que aún no consigo trabajo. Por eso me había sumergido en
un videojuego dentro del cual he hecho algunos buenos amigos, el cual
me sirve para no caer de lleno en la depresión. Así que estaba
echando una partida con estos amigos, matando extraterrestres,
protegiendo a la tierra de los invasores, cuando comenzó a temblar.
Primero
fue un leve tambaleo. Mi edificio se cimbra un poco cada que un
camión pesado pasa por enfrente, es normal, y yo con los audífonos
puestos no podía escuchar nada del mundo exterior.
—Parece
que está temblando —le dije a mis compañeros de escuadra.
Seguido
tiembla en México, temblores leves, de corta duración, que la gran
mayoría hemos aprendido a ignorar. Pero este no se detuvo y siguió
creciendo en intensidad. Comenzó a moverse el foco del techo, como
un péndulo; comenzó a moverse el mueble sobre el que tengo colocado
el televisor; comenzó a moverse incluso el sillón sobre el que
estaba sentado.
—Carajo.
Está temblando —dije en voz más grave—. Voy a tener que
dejarlos.
No
apagué la consola ni la televisión. Me puse de pie, dejé el mando
y los audífonos a un lado, sobre mi cama, y me coloqué en el marco
de la puerta. Es una acción que nos han enseñado a realizar, desde
pequeños, cuando comienza un temblor. O bien desalojas o te metes
debajo de una mesa o permaneces junto a un pilar o te paras debajo
del dintel de la puerta. La otra opción es la de correr a la azotea
de tu casa, si es que puedes hacerlo, ya que si el edificio se
desploma es probable que habiendo estado arriba los rescatistas
puedan encontrarte más rápido. Se supone que son zonas seguras.
Pero si el edificio se cae no importa si estás ahí o huyendo por
las escaleras: si se cae, te mueres. Eso es casi seguro.
Así
que me puse debajo del marco de la puerta. El edificio en el que
vivo, de 5 plantas, comenzó a crujir mientras se mecía de un lado a
otro. Comencé a sentirme mareado, las piernas apenas y podían
sostenerme, como cuando te levantas de tu asiento en un camión que
va muy rápido sobre una calle empedrada y caminas buscando la
salida, sólo que yo no estaba buscando la salida, al menos nunca lo
hago cuando comienza a temblar y estoy dentro de mi casa.
En
una ocasión, hace algunos años, me tocó sentir un temblor fuerte
mientras me encontraba adentro de un viejo edificio en la zona centro
de la ciudad. El centro tiene edificios muy viejos y en el terremoto
de 1985 -el gran y famoso terremoto que cambió la vida de todos los
capitalinos para siempre- fue una de las zonas que más daños
sufrió. Se habrán caído no sé cuántos edificios en aquel año,
pero fueron los suficientes como para cambiar el rostro de esa zona
en una forma drástica. Entonces comienza a temblar y yo adentro de
uno de esos viejos edificios sobrevivientes, tuve de golpe la imagen
de todas esas fotografías que año con año aparecen en los
periódicos en la fecha en que conmemoramos el gran terremoto. Y yo
en un edificio desconocido, sin saber qué hacer, para dónde correr,
en qué sitio guarecerme, sin nadie de mi familia que supiera que yo
estaba en ese lugar en ese momento. Tembló y tembló y yo en un piso
seis o siete, muriendo de miedo, rogando a todos los santos que el
edificio resistiera. Y resistió. Por suerte.
Cuando
estoy en casa sé en qué lugar debo colocarme. Es algo que todos
sabemos hacer cuando estamos en un sitio conocido. Para eso se hacen
simulacros de terremoto con cierta regularidad, para que todos
sepamos en dónde se encuentran los puntos seguros, para que
calculemos el tiempo que nos toma evacuar, para que nos vayamos
acostumbrando al movimiento que necesitamos realizar para salvar la
vida en el momento en que sentimos un sismo. Incluso en cada esquina
el gobierno ha instalado bocinas que anuncian “Alerta, alerta. Esta
es la alerta sísmica”. Y que nos da dos minutos para escapar.
Vi
a mamá de pie al otro lado del pasillo central de mi departamento.
“Está temblando” dijo, y asentí y le dije que tenía que bajar
el switch de la corriente eléctrica. Yo lo hubiera hecho, pero ella
estaba más cerca y yo, con el movimiento del edificio, sabía que no
podría llegar hasta el apagador. Mamá estiró la mano y lo bajó,
dejando con ese movimiento sin luz a mi televisor, mi consola y todo
el departamento.
El
temblor fue creciendo en intensidad, como si después de uno llegara
otro cada vez más fuerte, como si fueran varios temblores, uno más
furioso que el anterior. Y eso, en definitiva, no es normal.
Se
movían los cuadros sobre la pared, se caían las decoraciones y los
libros, los perros comenzaron a ladrar. En la calle, las alarmas de
los autos sonaban, los árboles se mecían como si un fuerte viento
los empujara de un lado para otro, y en muchos sitios, no podía
adivinar en dónde, los vidrios se reventaron uno detrás de otro. El
temblor seguía y seguía, cada vez más fuerte, y mi madre comenzó
a rezar en voz alta mientras se sostenía con fuerza a uno de los
pilares de la casa. Yo sólo deseaba, con toda mi fuerza, que el
suelo se dejara de mover.
No
sé cuánto duró el terremoto, pero me pareció una eternidad.
Lo
primero que hago tras terminar cualquier temblor es revisar que mi
familia esté bien y después veo que el departamento no tenga
ninguna cuarteadura ni ningún daño importante. Se nos enseña a
distinguir entre un simple daño a los acabados de la casa y daños
estructurales que puedan poner en riesgo la vida. No soy ninguna
clase de arquitecto, pero un daño importante siempre es visible y lo
primero que se debe hacer en esos casos es abandonar la casa ya que
nunca se sabe en qué momento podría venirse abajo. Revisé el
departamento y, dejando a un lado los cuadros y decoraciones que se
habían caído de los estantes, todo estaba en orden.
—Aún
no conectes la corriente —le dije a mi mamá—. Voy a revisar el
resto del edificio.
Lo
segundo que hago es subir a la azotea. Ahí reviso que no exista
ninguna fuga de gas y aprovecho para inspeccionar, desde arriba, que
el exterior del edificio no presente algún daño importante que no
se pueda ver desde el interior de mi departamento. Subí los
escalones de dos en dos, agitado, con las piernas aun temblando.
Hacía mucho tiempo que no sentía un temblor fuerte, mucho menos de
la magnitud que mamá y yo sentimos que debió haber sido el que
recién terminó. Mientras subía a la azotea noté que ya no me
llegaba desde el exterior el ruido de los automóviles ni de la
música de los vecinos. Todo estaba sumido en un profundo silencio.
Al
principio creí que el silencio podía deberse a la falta de energía
eléctrica. Pensar eso me dio una respuesta que me tranquilizó. “Tal
vez en unos pocos minutos vuelva la luz y todo regrese a la
normalidad, como siempre sucede” pensé. Me consoló no escuchar
gritos ni llantos, pero pronto iba a aprender que la tragedia no
siempre viene acompañada de esos signos de drama a los cuales la
televisión, y sus programas llenos de datos falsos, nos tiene
acostumbrados.
Los
tanques de gas se encuentran de inmediato a la salida de la puerta
que da a la azotea. Me acerqué a ellos, poniendo la nariz muy cerca
de las llaves, moviendo un poco los tubos de cobre que llevan el gas
a los departamentos. Revisé todos y para mi tranquilidad ninguno de
ellos tenía fuga. Exhalé con alivio y fue hasta ese instante que me
di un momento para ver la ciudad.
Hace
treinta años llegué a vivir a este departamento. Llegué junto con
mi mamá y mi hermano después del terremoto del 85, cuando la
colonia aún estaba devastada y ya nadie quería vivir aquí. Las
rentas eran muy baratas, el departamento es grande y por eso mamá
decidió arriesgarse a vivir aquí.
Una
de mis primeras cosas favoritas en este lugar era subir a la azotea
para jugar y mirar la ciudad y las estrellas por la noche. En
aquellos años no había edificios altos. El único edificio alto era
el viejo Hotel de México, que hoy se llama World Trade Center, así
que con la vista podías llegar hasta muy lejos; ver cómo por las
noches la ciudad se convertía, con todas sus luces de color ámbar,
en las brasas que quedan después de que se extingue una hoguera. Me
gustaba estar rodeado de ciudad. Pero con los años las viejas casas
fueron demolidas para dar espacio a nuevos edificios, edificios altos
que poco a poco fueron tapando mi vista. Ya no podía ver hasta bien
lejos. Ahora apenas puedo ver hasta unos pocos kilómetros a la
redonda. Por eso dejó de gustarme pasar el tiempo en la azotea. Para
mí, ya no había mucho qué ver.
Exhalé
con alivio de saber que el edificio, una vez más, estaba bien. Que
había pasado la prueba de un nuevo terremoto. Exhalé y busqué con
la vista lo poco que aún puedo ver de la ciudad más allá de los
nuevos edificios, pero la ciudad ya no estaba ahí.
Alrededor
de mi edificio todo estaba cubierto de polvo. Como si una gran
tormenta de arena, venida de quién sabe dónde, se hubiera colado
por las calles y cubierto las casas y los edificios con su color
naranja rojizo. Si antes, con las nuevas construcciones, no podía
ver más que hasta algunos pocos kilómetros a la redonda, ahora, con
el polvo, no podía ver más allá de unas cuantas cuadras. Por un
momento tuve la sensación de que la ciudad había sido devorada por
una tormenta de arena de ladrillo y yeso.
Tuve
la sensación de haber sido transportado, de pronto, a una ciudad que
recién había sido bombardeada. Polvo por todas partes, columnas de
humo negro, de incendios, por aquí y por allá. Y el silencio.
Apenas podía creer tanto silencio.
Varios
de los edificios alrededor de mi casa tienen sobre ellos anuncios
espectaculares montados sobre estructuras metálicas. Anuncian desde
librerías hasta seguros de vida. Por si los edificios altos que
antes no estaban no fueran el suficiente obstáculo a la visión de
la ciudad, para bloquear aún más la vista tuvieron que llegar los
publicistas con sus excelentes ideas para tapar lo poco que quedaba.
Fue
uno de esos anuncios el que llamó mi atención. Un anuncio vacío,
sin ninguna imagen, sólo con un número telefónico. Un anuncio que
antes estaba erguido y que ahora parecía haberse doblado sobre la
calle, con su estructura pandeada hacia un lado, como una persona que
se ha quedado profundamente dormida sobre el asiento del transporte
público. Lo vi asomándose apenas entre el espacio que dejan dos de
los nuevos edificios, y supe que algo no estaba bien.
Bajé
los escalones de dos en dos. Había olvidado lo mucho que me
temblaban las piernas. A cada paso que daba sentía que me iba a ir
de bruces y a romper los dientes contra el barandal. Mi corazón
latía con fuerza, pero seguí sin detenerme hasta volver al
departamento.
—Creo
que a dos calles se derrumbó un edificio —le dije con voz
temblorosa a mi madre al mismo tiempo que tomaba las llaves de la
casa—. No es bueno que te quedes aquí. Sal. Yo mientras iré a ver
en qué puedo ayudar.
Vivo
frente a una avenida importante de la ciudad. Todo el tiempo, con
excepción tal vez de una o dos horas en la madrugada, pasan muchos
automóviles. Siempre hay mucho tráfico y ruido y de no ser por los
semáforos sería imposible cruzarla. Pero en ese momento, minutos
después de la una de la tarde, se encontraba extrañamente vacía.
Pude pasar de un lado a otro sin necesidad de fijarme en que el
semáforo se pusiera en verde. No había autos, y los que estaban, se
encontraban detenidos. La gente afuera de sus casas, con sus niños y
mascotas, platicando asustadas entre ellas. La gente afuera de sus
autos, preguntándose qué había sucedido. Tal vez por la altura de
los edificios nadie había notado el edificio derrumbado a dos
cuadras más allá. Tal vez por eso yo era el único que corría
hacia esa ubicación. Crucé las calles sin ningún problema y en
unos cuantos instantes estuve frente al edificio colapsado.
Creí
que sería el único en llegar tan rápido. En realidad, no sé
cuánto tiempo tardé en llegar, pero no fue mucho. El edificio
colapsado era una enorme montaña de escombros coronada por el
anuncio metálico doblado sobre sí mismo. Los escombros cubrían
incluso la mitad de las calles sobre las que se habían desparramado,
como un helado de concreto que se ha derretido. El edificio había
caído incluso encima de los automóviles estacionados a su lado.
¿Cómo era ese edificio antes de derrumbarse? No podía recordarlo.
No podía recordar siquiera haber transitado a pie frente a él
alguna vez.
Llegué
y ya había sobre los escombros cientos de personas ayudando a
remover las piedras. Tres o cuatro filas de hombres y mujeres que con
prisa se pasaban los desechos y trozos de metales retorcidos para
quitarlos de encima de lo que quedaba de la construcción, con la
esperanza de rescatar a cualquier persona que aún permaneciera con
vida debajo de todo ese desastre. Llegué a sumarme a una de esas
filas que, sin preguntar siquiera quién era yo, me acogió como un
ayudante más, poniendo de inmediato escombros sobre mis manos.
Yo
aún era muy pequeño cuando sucedió el terremoto del 85. En aquel
entonces no me quedó más que ver la tragedia y la solidaridad del
pueblo por la televisión. En realidad, no comprendía lo que estaba
pasando, no comprendía lo que era la solidaridad ni lo que
representaba la ayuda de otros países ni por qué todo aquello era y
seguiría siendo tan importante. En aquellos días yo estudiaba en un
internado del cual sólo podía salir por un día cada quince días,
así que aquel temblor sólo me tocó de pasada, cuando miraba, desde
la ventana del camión que me llevaba de vuelta a casa, los restos en
que se había convertido una ciudad que tampoco podía recordar.
Pero
ahora estaba ahí, ayudando a quitarle de encima los escombros a
quién sabe cuántas personas. Y por un segundo me sentí en el mismo
instante de mi yo de hace 32 años; ahora existía en dos sitios,
pero en un mismo momento de la historia. Como si este terremoto y el
del 85 hubieran sucedido al mismo tiempo.
Un
hombre de chaleco fosforescente y casco de rescatista nos pidió
silencio a todos los presentes. El hombre estaba de pie sobre la cima
de los escombros. Nos dijo que debíamos retirarnos del lugar, que
todo olía a gas y que había riesgo de provocar una explosión. Que
debíamos apartarnos y esperar. De mala gana, todos le hicimos caso.
Fue
en ese momento, cuando me alejaba del derrumbe, que recordé llamarle
a mis hermanos para preguntarles si estaban bien. Por fortuna a
ninguno de ellos les había sucedido nada, ni a ellos ni a los sitios
dentro los cuales en ese momento se encontraban laborando. Les dije
que mamá y yo nos encontrábamos bien, que ahora intentaba ayudar en
un edificio que se había colapsado. Por el tono de voz con el que me
contestaron me di cuenta de que ellos también estaban temblando.
Junto
a mí, una chica muy maquillada, con las uñas largas, decoradas, y
la mano ensangrentada, intentaba hacer una llamada con su teléfono
celular. Marcaba y se ponía el teléfono en la oreja, resoplaba y
volvía a marcar. Alrededor de ella, un grupo de cinco chicas
hablaban entre ellas atropellando sus propias ideas. Al poner
atención en lo que decían supe que en la planta baja del edificio
colapsado había una estética en la cual ellas trabajaban, que
habían alcanzado a salir corriendo y que de no haberlo hecho ahora
estarían con seguridad muertas. Preguntaban también en dónde
estaban sus demás compañeras, las que por fortuna habían salido a
comer. Le ofrecí mi teléfono a la chica de la mano ensangrentada.
Ella, gustosa, lo aceptó.
¿Qué
se sentirá saber que has escapado de las garras de la muerte? ¿Saber
que por haber salido corriendo en el momento preciso aún sigues con
vida? ¿Te sentirás bendecido? ¿Verás tu vida con otros ojos a
partir de ahora? ¿Comenzarás a luchar por tus sueños y alcanzarás
las metas que habías dejado atrás pensando que aún te quedaba
mucho tiempo por delante? No sé si me gustaría saber esas
respuestas de primera mano.
Por
los alrededores del lugar en el que vivo, muchos edificios quedaron
con daños estructurales importantes. A dos calles del derrumbe, un
conjunto de edificios de departamentos se quedó sin varias de sus
paredes. Era como si alguien las hubiera arrancado, dejando expuesto
todo su interior; igual que si fueran casas de muñecas. Edificios
que ahora son inhabitables. Otros más daban la impresión de haber
sido víctimas de un bombardeo.
La
chica con la mano ensangrentada me devolvió el teléfono que parecía
tampoco tener señal. Nadie tenía señal. Por razones de seguridad
habían cortado la energía eléctrica de muchas partes de la ciudad.
La
policía nos hizo alejarnos aún más de la construcción, momentos
que aproveché para tomar algunas fotografías.
Caminando
por los alrededores vi ancianos sentados afuera de su casa, gente
intentando rescatar algunas de sus pertenencias, sacando a sus
animales que, asustados, no sabían qué había sucedido; vi
rescatistas y bomberos y policías acordonando las construcciones
dañadas, consolando a la gente; vi a la gente ayudando en lo que
podía ayudar. Todo mundo parecía estar haciendo algo para ocuparse,
intentando hacer cualquier cosa con tal de no seguir pensando en el
miedo que todos aún sentíamos.
Durante
los días siguientes tuvimos energía eléctrica sólo de manera
intermitente. Apenas algunos chorritos de luz por pocos minutos,
apenas lo suficiente para cargar la batería de los teléfonos. Hubo
escases de agua y de algunos alimentos. Las calles estaban llenas de
gente ayudando a rescatar a los damnificados. Ahora todo ha vuelto a
la aparente normalidad. Afortunadamente.
Tardé
muchos días en poder sentarme a escribir esto. Muchos seguimos sin
poder dormir, incluso. Aún nos da miedo imaginar que pueda volver a
temblar con la misma intensidad. Tenemos miedo, pero aun así lo
enfrentamos. Si otra vez nos caemos, estoy seguro de que nos
volveremos a poner de pie.
Un relato que casi parece una crónica. Magnífico y desgarrador.
ResponderEliminarVaya un texto larguito, compañero 😉 (es q leerlo ahora, casi a las 3 madrugada...)
ResponderEliminarPro de trata solo de los primeros 19 minutos: q descripción más detallada. Tiene el sabor de autobiogrsfico... es así?
Un saludo
Una visual crónica de las consecuencias de un imponderable de la Naturaleza como son los terremotos. Estremece visualizar esas imágenes y saber que fueron reales. Un testimonio gráfico que sobrecoge. Saludos, Carlos Wilfredo!
ResponderEliminarUna crónica de lo acontecido en el terremoto que asoló México, narrado en primera persona. (El protagonista, el escritor Carlos Wilfredo Trejo lo vivió tal y como lo relata). No es un relato de ficción.
ResponderEliminarGracias por hacer saber a los compañeros, lo acontecido. Un abrazo.
Imagino la angustia que has sentido al tener que transcribir lo que has vivido de manera tan directa, Carlos, no me extraña en que hayas tardado días en coger el aliento necesario para ponerte manos a la obra. Crónica real en la que se transmite el pánico y también la generosidad humana latente en tragedias como esta. Gracias por hacérnoslo saber.
ResponderEliminar