VIAJE DE IDA


 El reloj del salpicadero marcaba las dos en punto de la madrugada. Simón conducía, hipnotizado por la sucesión de las líneas blancas pintadas sobre la calzada. A su lado dormía Ángela, su mujer, con la cabeza apoyada en el cristal y cubierta con una chaquetilla de punto.

   En el asiento trasero, Beatriz, la hermana pequeña de Ángela, se desperezó. Miró de soslayo a su derecha y palpó el tapizado. Al principio de forma sutil; después, nerviosa. Con la voz ronca, de recién despierta, preguntó:

   —¿Dónde está Guillermo?

   —¿Dónde está Guillermo? —repitió Simón con un tono divertido, sin apartar la vista de la carretera—. Sigue durmiendo. Todavía nos queda un largo camino hasta el hotel.

  —Déjate de bromas, ¿por qué no está aquí? —volvió a insistir la joven arrimándose al asiento que ocupaba el conductor.

  —Joder, ¿qué pregunta es esa? —Simón giró la cabeza y una mueca de sorpresa se le dibujó en el rostro. Su cuñado no acompañaba a Beatriz en el asiento trasero.

   Desconcertado, descuidó el dominio del volante y el coche viró de forma abrupta hacia la derecha. Al volver la vista a la carretera, pisó a fondo el pedal del freno y encadenó varios volantazos hasta que consiguió detener el vehículo sobre el arcén.

   Ángela se despertó por el vaivén brusco y exclamó sobresaltada:

   —¿Pero qué está pasando?

   Simón soltó el cinturón de seguridad y se revolvió sobre su asiento. Miró perplejo a Beatriz, que le agarraba la manga de la camisa mientras preguntaba una y otra vez por su marido:

   —¡Dímelo de una vez! ¿Qué le ha ocurrido?

 —No… no sé qué decir. No he parado desde que salimos de aquel restaurante… miraba la carretera… Dormíais...

  —¡Mentiroso! ¿Qué le has hecho?

  —¡Cálmate, hermanita! —intervino Ángela una vez comprendió la situación—. ¿Habéis llamado a su móvil?

   Como un resorte, Beatriz cogió el bolso y sacó el teléfono. Deslizó el dedo sobre la pantalla.

   Pero el aparato no se encendió.

   —¡Malditos móviles! —dijo mientras agarraba el manubrio de la puerta—. Voy a buscarlo.

  —¡Espera, Bea! Vas a conseguir que te atropellen. ¿No ves lo oscuro que está? —repuso Ángela—. Vamos a probar con los nuestros, Simón.

   Los tres ocupantes se enfrascaron con sus teléfonos. De la sutil presión inicial con las yemas de los dedos pasaron a aporrear las pantallas cuando estas permanecían tozudamente negras. Pasados unos instantes, levantaron impotentes la vista, mirándose unos a otros sin saber qué decir o qué grito dar.

   —No perdamos la cabeza. Volvamos al restaurante. Lo único que puede explicar que no esté es que no llegara a montarse en el coche —dijo Ángela echándose hacia atrás el cabello.

   —¡Pero qué bobada dices! ¡Me he dormido sobre su hombro! —gritó Beatriz.

   —¡Pues no va a desaparecer así como así! ¿Qué otra explicación puede haber?

   —Eso pregúntaselo a tu marido.

   —Cállate —conminó Simón mientras giraba la llave del coche y el motor volvía a arrancar.

   —Sí, me callo —musitó Beatriz recostándose en el asiento.

   El coche giró ciento ochenta grados y reanudó la marcha. Los faros volvieron a iluminar las líneas blancas de la calzada; en contraste, las siluetas de los árboles que se encontraban a los lados de la carretera se fundían en la oscuridad de la noche.

    A la entrada de una curva, una espesa niebla los envolvió. Simón redujo la velocidad, casi al paso de un hombre.

    —¿De dónde ha salido? —preguntó Ángela.

  —Parece humo —observó Beatriz—. Puede ser un accidente. Dios mío, ¿pero qué sucede esta noche?

   —Simón, deberíamos parar y echar un vistazo. Alguien podría necesitar ayuda.

   —No voy a detener el coche en mitad de una curva. No será nada. Mira, ya escampa.

   —Tienes a todo un samaritano por marido, hermana.

   —¿Pero a ti qué te pasa con Simón? ¿De verdad crees que tiene algo que ver con la desaparición de Guillermo?

   —Sí.

   —Estás muy nerviosa cariño. Él jamás le haría daño a nadie.

   —¿Oyes eso? —Beatriz se acercó al oído de Simón—. Dice que tú nunca le harías daño a nadie.

   Simón se limitó a señalar con el dedo las luces de neón del letrero que coronaba el restaurante donde cenaron esa noche. El coche tomó el desvío y se adentró en el camino que llevaba al recinto. Las farolas parpadeaban a su paso, como luces estroboscópicas que mostraban el paisaje fotograma a fotograma.

   El aparcamiento se encontraba vacío. Siguieron, despacio, hasta llegar a la zona más cercana a la entrada del restaurante. Simón giró la llave y el motor se paró.

   —No se ve luz en las ventanas y la puerta tiene la reja bajada —señaló Beatriz.

  —Son las dos. Debe de estar cerrado —dijo Ángela mientras observaba el movimiento de las ramas de las moreras que rodeaban el recinto.

   —¿Pero estos restaurantes de carretera no abren toda la noche? —preguntó Beatriz—. Voy a bajar, alguien habrá dentro. —Cogió el manubrio y tiró de él, pero la puerta no se abrió. Insistió, pero continuó cerrada.

   —Simón, no se abre. ¡Quita el seguro!

   —El seguro no está echado.

   Con un creciente frenesí, los tres ocupantes del coche tiraron de la manija de sus respectivas puertas sin conseguir que ninguna se abriera. Nerviosos, desconcertados, intentaron bajar las ventanillas apretando repetidamente el botón que las accionaba.

   Pero ningún mando respondió.

   Beatriz comenzó a golpear el vidrio, Ángela le gritó a Simón:

   —¡Es cosa de locos! ¡Abre las puertas ya!

   —El cierre se ha debido romper y solo pueden abrirse desde fuera —respondió mientras pulsaba el botón del cierre centralizado.

   —¡Mientes! —espetó Beatriz—. ¡Tú eres el que no nos deja salir! ¡Voy a llamar a la policía! —Cogió su teléfono que se encontraba sobre el asiento. Pasó el dedo por la pantalla pero, como antes, permaneció apagado. Lanzó un grito de desesperación y comenzó a golpear a Simón en la cabeza.

   —Por favor, Bea —exclamó Ángela tratando de controlar las brazadas de su hermana—, todos queremos salir de aquí y encontrar a Guillermo.

    —Tú no conoces a tu marido —respondió echándose sobre el asiento.

   —¡Cállate de una vez! —Esta vez fue Simón quien se revolvió en el respaldo y estiró los brazos, apresando con las manos el rostro de Beatriz—. ¡Cállate, zorra!

   —¡Vas a hacerle daño! ¡Suéltala! —rogó Ángela mientras intentaba separar las manos de su marido del cuello de su hermana.

  —¡Cerdo! No vales nada ¡Me oyes! ¡Nada! —increpó Beatriz cuando logró zafarse—. ¡Jamás hubiera estado contigo!

   —¿Qué… qué estás diciendo? —balbuceó Ángela.

  —¿Se lo digo yo, Simón? ¿Le repito a mi hermana lo que me suplicaste la noche que anuncié mi boda? ¿Cómo era? ¡Ah, sí! «No te cases con Guillermo, ven conmigo… es a ti a quien siempre he deseado… Dejaré a Ángela… él no te merece». —Beatriz se pasó la mano por la boca—. Lo odiabas. 

  —Cariño, dime que no es verdad —le inquirió Ángela a su marido con ojos llorosos.

  Simón, que se había vuelto en el asiento, apretaba pausadamente el botón del cierre centralizado del coche con la mirada perdida en el salpicadero. Ángela se llevó las manos a la cara.

  El silencio se instaló en el coche durante unos segundos eternos.

  —Vámonos, aquí no va a venir nadie —masculló finalmente Ángela—. Volvamos a la carretera, habrá algún pueblo cercano donde pedir ayuda.

  El coche reinició la marcha, dejó atrás el restaurante y se adentró de nuevo en la oscuridad de la carretera. Las líneas blancas de la calzada volvieron a sucederse una tras otra.

  Al llegar a la curva que antes se encontraba solapada por el humo, observaron un coche de policía detenido en el arcén con las luces de emergencia encendidas.

  —¡Para, para! —gritaron las dos hermanas

  Simón, sin dejar de mirar al frente, aceleró. Ángela y Beatriz se abalanzaron sobre él; exigiéndole, rogándole, que detuviera la marcha.

   —¡Lo sabía! ¡Lo has matado! —Beatriz volvió a golpear y arañar el rostro impasible del conductor. 

   El coche, tras recorrer unos metros, comenzó a reducir su velocidad.

  —Allí está Guillermo —señaló Simón apuntado con el dedo índice una figura que se encontraba detenida en el arcén.

   Las dos hermanas clavaron los ojos en la silueta iluminada por la luz de los faros. El coche se detuvo a su lado. Guillermo tenía la mirada perdida, ausente a cuanto lo rodeaba.

   —Cariño, ¿pero dónde has estado? —le preguntó Beatriz con la nariz pegada a la ventanilla.

   Guillermo bajó la vista. Acarició el vidrió a la altura de la cara de su esposa y agarró el picaporte. Abrió y, sin decir palabra, se sentó en el asiento trasero.

    —¡Háblame! ¿Qué te ha pasado? —insistió Beatriz mientras le abrazaba y besaba en los labios.

   —No lo sé… abrí los ojos, vi las estrellas. —Guillermo miró tras la ventanilla—. Recuerdo humo, fuego… y, de repente, habéis aparecido en el coche.

   —No te preocupes, mi vida. Ya ha pasado todo —concluyó Beatriz atrayendo a su regazo la cabeza de Guillermo, después se dirigió a Simón y Ángela—. Yo… lo siento.

   —Ya está todo dicho. Son las dos de la madrugada —respondió su hermana—. Durmamos otra vez, todavía podemos llegar al hotel a la hora del desayuno.

   El coche desapareció en la oscuridad de la noche como una suave brisa de verano.

*** 

   A unos metros, bajo el talud de aquella curva, un policía cerró los párpados del cadáver. Cogió el transistor y llamó a las oficinas centrales:

  —Soy el agente Márquez… Sí, por el accidente de las dos de la madrugada… Decid a la ambulancia que no corra: el único superviviente ha fallecido ya… Correcto, los otros tres ocupantes ya estaban muertos cuando llegué.

Comentarios

  1. Muy bueno, David.
    El relato empieza con una escena que puede resultar normal y a medida que avanza la historia el suspense aumenta para acabar con un desenlace inquietante.
    Ahora me queda la incógnita de dónde irán esos cuatro espectros, porque con la revelación de Beatriz un viaje eterno encerrados en un coche se me antoja un verdadero infierno.
    Un abrazo.

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  2. Me ha sorprendido, gratamente desde principio a fin. Sabes manejar la dosis de intriga justa que va in crescendo según el lector se acerca al desenlace que recoge todo…como si fuera una película. Te metes en los pensamientos de los protagonistas, en sus ideas, y temores, en unos diálogos creíbles. El final es de lo más imaginativo y fantástico. A mi entender, eres un gran escritor de género negro. Un abrazo literario (Ya sabes que puedes colaborar de la forma que prefieras con éste blog, con tus ilustraciones o textos).

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  3. Un final muy sorprendente y una historia muy bien contada que atrapa desde la primera línea.

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  4. ¡Hola, David!
    Estoy intrigada por saber adónde habrá ido a parar el comentario que dejé cuando compartí esta entrada... no lo encuentro, y ahora empiezo a temer que haya desaparecido como Guillermo. En fin, grosso modo, trataré de reproducirlo.
    Siempre está muy presente el cine en tus relatos, ese final al estilo de "Los otros" no deja lugar a dudas, pero me quedo con tu frase de cuando llegan al restaurante: "Las farolas parpadeaban a su paso, como luces estroboscópicas que mostraban el paisaje fotograma a fotograma." Como bien dices en tus "clases prácticas", por sí sola constituye una estupenda manera de crear la atmósfera inquietante que mejor se adecúa al clima que se respira en el interior de ese vehículo.
    Un caluroso abrazo, que falta nos hace con la noche que nos has pintado.

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    1. Ja, ja, ja... Quizá fue así con lo de tu comentario, Eva. Un abrazo!

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