EL CURRÍCULO PERFECTO/Carlos Wilfredo Trejo

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Ese descubrimiento, tan pequeño y a la vez tan grande, estuvo rondando mi cabeza durante muchos años. Estoy seguro. Pero no fue sino hasta tres meses después de perder mi último empleo que regresó para golpearme con fuerza en la cara. En realidad no era infeliz en mi viejo trabajo. Es sólo que tampoco era feliz. Nunca he podido ser como mis amigos y conocidos que con tanta pompa presumen en las redes sociales lo que hacen. Nunca puse fotografías de mi escritorio ni hablé de mis viajes de trabajo ni mucho menos mencioné a qué me dedicaba. Mis conocidos no preguntaban, sólo llenaban el vacío diciendo “Siempre pensé que eras ingeniero” o “Creí que trabajabas en las artes visuales o algo por el estilo”.

 La verdad es que me daba risa enterarme de lo que pensaban. Pero desde hace tiempo que no hago nada. Ya no me dedico a nada. Y eso, amigo mío, es mi verdadera tragedia. Después de perder mi trabajo no quise hacer nada. Había pasado quince años en aquella compañía y lo que menos quería era comenzar a trabajar en otra de inmediato. Por eso decidí tomarme unos días para mí, para mi familia, para mi esposa. Por eso lo primero que hice fue llevármelos a todos a la playa. Ahí, con los pies hundidos en la arena, con el sol quemándome las piernas, con una cerveza helada en la mano, me di cuenta que debía retomar el rumbo de mi vida de una vez por todas. “Entra al agua, papá. Anda”. Estoy en la edad en que mojarme en el mar ya no me interesa. Sin embargo estar en la playa, escuchando a mis hijos, mirando el cuerpo de mi mujer en bikini, abriendo mi cerveza número quien sabe, me hace de verdad feliz.

 Alcé la mano en dirección a mi hijo adolescente y contesté que aquí estaba bien, que yo desde aquí lo vigilaba, que siguiera divirtiéndose. Que cuidara a su hermana. Eso, el sonido de las olas, los vendedores entorpeciendo mi vista, mi familia en el agua, el calor que me deja el pecho pegajoso, saber que al día siguiente no hay que volver a la oficina, se convirtió en mi definición de felicidad. Hace algún tiempo tuve que ir con el quiropráctico debido a la insistencia de mi esposa. Si bien es cierto que pasaba mucho tiempo sentado, y que a pesar de alguna que otra dolencia ocasional en la espalda, nunca he sentido nada lo suficientemente grave como para obligarme a visitar a un huesero. A pesar de eso, mi señora insistió que la acompañara y yo de mala gana fui. No sé qué hizo el tipo pero me cogió por la espalda, hizo que me torciera de cierta forma, me tomó con fuerza e hizo un movimiento rápido y violento, de pronto la vista se me puso negra. Escuché el crujir de mi pecho y vértebras, y cuando el hombre me soltó sobre la cama de masaje no pude evitar que se me salieran unas lágrimas de alivio. Me sentí como hacía muchos años no me sentía. Me sentí ligero, tranquilo.

 No sabía que la espalda me dolía tanto hasta que ese dolor se me quitó. De la misma forma no supe que era infeliz hasta que esa tarde frente al mar, mientras tomaba una cerveza bien fría, mientras mi esposa y mi hija corrían de las olas para evitar que se les mojaran los pies, mientras pensaba en mi vida, cuando me di cuenta que estaba presenciando la verdadera felicidad. La última ocasión que pedí trabajo fue hace tantos años que ahora no tenía idea de qué hacer. He leído artículos en donde hablan que al redactar un currículo uno debe destacar las cualidades que el empleador encuentra más valiosas para desempeñar el puesto para el cual te van a contratar. No soy escritor. Tampoco soy una persona que sepa cuales cosas de su vida laboral puede destacar.

Soy un simple oficinista gris, en una pequeña oficina gris, rodeado de personas con trajes del mismo color. ¿Mis logros? Haber ganado el bono de puntualidad tres meses seguidos y ser el único que no se comía la comida que los demás dejaban en el refrigerador de la oficina. También he leído que los currículos deben ser de dos hojas. Con esfuerzo llegué a escribir una, incluyendo mi fotografía y mis datos personales, sin nada más que me pareciera relevante. ¿Cómo voy a saber lo que los empleadores quieren que les diga si ni yo mismo sé lo que puedo mostrar? Obtener mi primer empleo fue sencillo. Al menos así lo recuerdo. En aquel tiempo tenía novia y ni un solo billete en la bolsa para invitarla al cine. Esa situación me ponía triste y me enfurecía. Fui a la papelería, compré uno de esos formatos de solicitud de empleo, lo llené casi como un juego, de la misma forma en que se llenan los exámenes que sabes vas a aprobar. Luego fui a un pequeño restaurante de por mi calle y le dejé el papel al dueño. A la semana siguiente ya estaba trabajando. Desde ese momento hasta ahora, jamás dejé de trabajar. Al terminar mi relación laboral me liquidaron con un cheque equivalente a varios meses de mi salario. Si quitaba algunos gastos superfluos que se hacen al saber que tienes una entrada segura de dinero, podía estirar el presupuesto mucho más. Por ese lado me sentía tranquilo. No tenía prisa de ponerme a buscar un nuevo empleo. Pero ¿qué es lo que quería en realidad?

 ¿Qué sería mi equivalente a tomar una cerveza frente al mar? Quince años haciendo lo mismo, yendo a la misma oficina, entrando a la misma hora, hizo pedazos mi creatividad. Quería rutina, estar tranquilo, un cheque al final de la quincena. Eso es lo único que sabía. Compré el periódico para buscar algo en la bolsa de trabajo. Mi mujer y mi hijo se rieron al verme desayunar con el periódico entre las manos, circulando los horribles trabajos que más llamaron mi atención. “De verdad que ya estás viejo, papá”. “Te quedaste en los ochenta, amor”. Había pasado un mes desde que me liquidaron cuando desperté y decidí ponerme a buscar empleo. Mi hijo tomó el periódico y lo puso a un lado. “Ahí no vas a encontrar nada, papá. Las buenas empresas ya casi no buscan a nadie en esas publicaciones. Los buenos empleos están en internet. Ven que te ayudo a abrir una cuenta y escribir tu currículo”. ¿Qué podía poner? Sólo llenamos una hoja, como ya dije. Una con todo y mis datos de contacto. Hombre, casado, dos hijos, titulado. Leía esas palabras en las que resumíamos mi historia laboral y me sentía triste.

¿En realidad no había logrado nada nunca en los quince años en que estuve en aquella empresa? Sólo era un soldado de muy bajo rango que se dedicaba a un puesto con tareas repetitivas, sin chiste, que cualquier mono amaestrado hubiera podido hacer. Leía mi resumen en el monitor y me sentía avergonzado. Aun así, me llamaron. La sensación de sentir que le interesas a alguien que no conoces, que te busquen porque quieren entrevistarte ya que te consideran un posible candidato, me hizo sentir feliz. Me bañé cantando, llevé mis trajes a la tintorería, compré dos camisas blancas, le di bola a mis zapatos. Incluso me eché un poco de perfume y fui a la peluquería a que me dieran una retocada. “¿Pero quién te ha dado permiso de ir tan guapo?” Preguntó en tono malicioso mi mujer. “Al rato que regrese ya verás”, dije apretando los labios mientras le agarraba con fuerza el trasero y le daba un beso.

 Una vez en la dirección de la entrevista, me hicieron pasar a una pequeña sala de espera. Ahí, varios hombres y mujeres, todos bien vestidos, perfumados, todos más jóvenes que yo, aguardaban. Quería evitar a toda costa que mi vista se cruzara con la de ellos y para mi desgracia no llevaba nada entre las manos para entretenerme, sólo copias de mi currículo de una hoja, impreso en blanco y negro, con una fotografía en la que luzco como un imbécil. Por suerte, los demás tenían la cara sumergida en sus teléfonos, donde movían los dedos a toda velocidad por sobre la pantalla. Todos parecían ser expertos en ignorar a los demás. ¿Cuántos de ellos iban buscando el mismo puesto que yo? Difícil saberlo. Por el tamaño del edificio, por sus grandes ventanales a través de los cuales se veía el horizonte contaminado de la ciudad, imaginé que tenían muchos empleados y muchos puestos por cubrir. Algunas chicas me dieron la impresión de venir por un puesto de secretarias o recepcionistas. Tenían ese aire de altanería combinado con amabilidad que las caracteriza. Los hombres, por otro lado, parecían animales tímidos queriendo impresionar a alguien más.

¿Quería quedarme en esa empresa? Sí. Imaginé una oficina en uno de los pisos más altos, la luz entrando en estampida por mi ventana, yo con muchas plantas alrededor de mi escritorio, regándolas cada tercer día. Me vi de nuevo en la rutina, haciendo lo que sé hacer, y sintiéndome bien de regresar a mi mediocridad. ¿Acaso no la mayor parte de la humanidad está condenada a jamás destacar? Hay que aprender a vivir con esa terrible realidad. No sé qué salió mal con esa entrevista. Todo lo que me preguntaban lo sabía. Al salir me sentí confiado, seguro de que pronto me llamarían para decir que me había quedado, pero esa llamada nunca llegó. Mi seguridad se fue transformando en tristeza e indignación con el paso de los días. Una y otra vez repasé en mi cabeza las preguntas que me hicieron, una y otra vez intentando encontrar algún error, algún tono de voz equivocado, algún movimiento corporal que pudiera haber sido mal interpretado. ¿Tal vez fue mi edad la que no me ayudó? No lo sé. “No te desanimes, papá. Mejor sigue visitando la página y enviando currículos. Ya verás que te vuelven a llamar”. Y así fue.

Llamaron. Llamaron varias veces de muchos otros empleos. Tener entrevistas me hacía sentir tranquilo al principio, pero con el pasar de las semanas sin nada en firme, la inseguridad y la tristeza regresó. Iba a las entrevistas bien vestido, me sentaba derechito, llenaba las solicitudes, hacía los exámenes de aptitud lo mejor que había aprendido a hacerlo. Cuando me pedían dibujar una persona bajo la lluvia, la dibujaba derechita, con detalles, con sus manos completas, bajo gotas ni demasiado gordas ni demasiado delgadas, jamás sujetando un paraguas. Cuando me preguntaban cuál era mi defecto, jamás decía “soy perfeccionista” porque eso es un cliché y los reclutadores están hartos de escuchar a todos los perfeccionistas hablar de lo perfeccionistas que son. ¿Mi defecto? Siempre mencionaba que soy un poco introvertido. Aunque no es verdad. ¿Quién no miente en las entrevistas de trabajo? Volvía de cada entrevista aprendiendo cosas nuevas. Pensaba mucho en mis errores, y corregía mi currículo una y otra vez. Hasta que creí tener el currículo perfecto, ese que los empleadores esperan encontrar, el que me daría la clase de empleo que yo creía estar buscando. Estoy seguro que todo lo que hice fue para llegar a esa última entrevista. Esa en donde tuve el gran descubrimiento.

El encuentro fue en una bodega, al mediodía. Para llegar a la oficina del reclutador tuve que caminar por caminos amarillos pintados sobre el concreto, entre camiones y tráileres que iban y venían cargados de quién sabe qué mercancías. Iba sintiéndome derrotado, consciente de que ya nada podría salir peor de lo que había salido en las semanas pasadas. Fui porque agendé la entrevista y porque no me gusta fallar con mi palabra. Pero no tenía esperanza de quedarme. Me hicieron esperar en una sala improvisada, fabricada con paredes de tablaroca, sentarme en un sillón que parecía se lo habían hallado en la basura, entre cientos de tarimas listas para ser cargadas dentro de los camiones. Entre mis piernas la copia del currículo en el que durante tanto tiempo trabajé. Incluso había puesto una mejor fotografía, una en donde salía sonriendo, con el cabello recién cortado y estrenando corbata. Me miré en la imagen y pensé que lucía como un tonto. El hombrecito que me entrevistó no debía llegarme en altura a los hombros. Vestía con un traje gris que seguramente compró en el departamento para niños. Se dejaba la barba. Y sobre su mejilla izquierda una enorme cicatriz la cual quería ocultar dejándose crecer el vello sobre el rostro. “Perdón por hacerlo esperar”, dijo sin mirarme a los ojos, frotándose las manos, como si estuviera fingiendo tener mucha prisa. “Tuve una reunión improvisada con mi jefe. Pase”. Su oficina también era pequeña, sin luz, casi como una madriguera. Además del escritorio, la computadora y un pizarrón blanco colgado sobre la pared, no había ninguna otra cosa.

El hombrecito se dio cuenta que miraba inquisidoramente el diminuto espacio. “Todo esto es provisional mientras nos dan nuestro sitio definitivo en las oficinas de reclutamiento”, dijo. “Van a estar dos naves más adelante. Ahora mismo hacen los trabajos de acondicionamiento”. El hombrecito hablaba sin sentarse, aún con prisa, como si desde el principio le hubiera caído mal y ahora no supiera cómo librarse de la entrevista. Me di cuenta que sobre el escritorio también había un teléfono de color negro, descolgado. “Me vuelve loco”, dijo el hombrecito señalando el teléfono. “Si lo cuelgo, no deja de sonar. Nunca deja de sonar. Le pido otra disculpa”. Al principio, cuando me presentaba a una entrevista procuraba sentarme con la espalda recta, jugar con las manos sobre el escritorio, dar la impresión de ser trabajador e hiperactivo. Con el paso de las decenas de entrevistas, eso dejó de importarme. No me había funcionado nunca así que dejé de pensar en todos esos movimientos estudiados. Al estar en esa diminuta oficina dije que me iba a comportar de la forma en que siempre me he comportado. Me relajé. Incluso crucé mis piernas y me recargué con comodidad sobre el respaldo de la silla.

 “Muy bien. Platíqueme algo de usted”, dijo el hombrecillo mientras abría el folder con mi currículo adentro. Movía los ojos sobre la hoja impresa, como leyendo, e hizo un sonido con la boca para indicarme que hablara. “Escucho”, dijo. “No soy muy bueno hablando de mí. ¿Puedo hablarle de mis hijos? Tengo un niño de 18 y una niña de 12. A la niña le gusta mucho dibujar. Creo que cuando crezca será diseñadora gráfica o dibujante de cómics. No sé. Lo que escoja está bien para mí si eso la hace feliz. El niño, por el contrario, me salió flojo para el estudio. Es inteligente pero haragán. Este año no está estudiando. No he querido forzarlo a que lo haga. Espero que sólo sea una etapa y que pronto quiera volver a la escuela”. El hombrecito no dejaba de mirar mi currículo mientras que con un lápiz iba haciendo anotaciones en los márgenes. Desde mi lugar no podía leer lo que escribía. ¿Me estaba calificando? ¿Escribía sus impresiones respecto a lo que le decía? ¿Corregía el documento? “Aquí dice que está casado. ¿A qué se dedica su esposa?” “Es auxiliar administrativa en un despacho”. El hombrecito siguió escribiendo. Si seguía a ese ritmo con seguridad escribiría más anotaciones que yo cualidades laborales en el currículo. Lo imaginé tan pequeño que sus pies flotaban desde el borde de la silla, sin alcanzar el suelo.

¿Qué pasará por la cabeza del reclutador? ¿Será como los estudiantes de psicología que se la pasan evaluando a todo mundo en su vida diaria? ¿El hombrecito tendrá una cita y estudiará a la chica con la que salga, juzgando cada pequeño movimiento que haga, cada palabra que diga? “Voy a hacerle algunas preguntas respecto a sus conocimientos de esta vacante”, dijo. Su tono se hizo más serio, como si me estuviera diciendo que ahora sí el examen iba a comenzar. Me tensé de inmediato. Hablamos de lo que sé hacer. Él disparaba las preguntas y yo las contestaba a toda velocidad, automáticamente. Si hubiera contestado de esta forma todas las preguntas de todos los exámenes en mi vida, no me habría tardado tanto en graduarme de la universidad. Por un momento sentí que de verdad sabía algo, que había una cosa que dominaba en el mundo. Me sentí fuerte y seguro. Que tenía el puesto en el bolsillo. El hombrecito notó que yo seguía viendo el teléfono sobre su escritorio. Cogió el auricular y lo colgó. Tal vez debió pensar que desconfiaba de verlo descolgado, que tal vez al otro lado de la línea alguien escuchaba nuestra conversación y eso me ponía incómodo. Colgó y casi de inmediato el teléfono comenzó a sonar. “¿Qué le dije?”, el hombrecito se alzó de hombros y contestó. “¿Bueno? ¿Bueno? Nadie. ¿Ya ve?” Volvió a colgar. Sonreí. “Así son estas cosas”, contesté.

Por primera vez durante la entrevista, el hombrecito separó la vista de mi currículo y fijó los ojos en mí. Yo en realidad tampoco lo miraba. Como no me prestaba atención, me dediqué a mirar los rincones de esa oficina improvisada en mitad de una bodega llena de tarimas con mercancía. Las paredes de tablaroca parecían recicladas. ¿Qué tipo de vida habrán tenido antes de venir a convertirse en esto? ¿Qué será de ellas después? Me parecía triste la idea de tener que venir a trabajar a este sitio todos los días, nueve horas diarias, tal vez más, y que mi oficina no tuviera una ventana por la cual entre la luz del sol. “Me gusta ser honesto desde un principio”, dijo el hombrecito. “No es justo hacerlo perder su tiempo, así que le hablaré con franqueza. El jefe lo que busca es una persona con ciertas cualidades; joven, graduado, que domine el idioma inglés a la perfección”. Sé cuando algo me hace enojar porque siento como un pellizco en el centro del pecho y de súbito tengo ganas de contestar a toda velocidad, sin pensarlo, algo que no me haga quedar como un tonto pero que casi siempre me deja como un imbécil. Eso me sucede cuando me siento ofendido por algo, también cuando siento que me están discriminando.

 Me molestó saber hacia dónde iba dirigida la charla del hombrecito. Tan pronto mencionó la palabra “joven” supe que sólo me había hecho dar la vuelta en balde y que desde un principio no tuve nunca oportunidad de quedarme con el empleo. A pesar de eso, me tomé unos instantes para calmarme antes de contestar. Respiré profundo. “¿Un joven que hable inglés a la perfección? ¿Y qué hay del resto de los conocimientos? Esos también son importantes”, dije. “El jefe sólo pidió eso en específico”, contestó sin quitarme la mirada de encima, como si me estuviera retando. “Si eso es lo que quieren, ¿Por qué no te paras delante de una escuela de inglés y consigues a alguien? Seguro encuentras muchos jovencitos”. Cuando dije eso supe que ya era tarde para recular. A pesar de que no quería sonar pedante, lo hice. Sólo a mí se me ocurría sonar altanero y retar a quien me ofrecía la oportunidad de un empleo. Si bien es cierto que mi nivel de inglés es muy bajo y que hace mucho dejé de ser un joven, no veía la razón de por qué ofrecer ese empleo a un cierto tipo de personas y a otras no sólo por su físico. El trabajo que estaba solicitando no requería de fuerza, así que por qué no dárselo a alguien con más experiencia. De todas formas, el salario que ofrecían era el mismo para quien sea que se quedara con el puesto.

 El hombrecito abrió los ojos grandes al escuchar mi respuesta, puso ambas manos sobre el escritorio, se notaba enojado, haciendo un esfuerzo por tranquilizarse, igual que yo lo hice segundos antes. “Conseguir a la persona adecuada es mi trabajo”, contestó apretando los dientes y entrecerrando los ojos. Quise enmendar mi error. “Es cierto”, dije. “Mi especialidad profesional es otra, no la de contratar personas”. Al parecer, mi respuesta satisfizo al hombrecito, quien ya más calmado me dijo “Conseguir a alguien para este puesto me trae loco. El jefe ha cambiado las especificaciones del talento del aspirante en cuatro ocasiones. Cuatro veces he tenido que comenzar de nuevo, aún y cuando ya teníamos a la persona adecuada. Pero no, al final cambia de parecer y tirar todo el trabajo a la basura”. En ese momento el teléfono comenzó a sonar. El hombrecito y yo nos quedamos en silencio, escuchando el timbre una y otra vez, sin saber qué hacer. Al final señalé el aparato y le dije que contestara. “No, no importa”, dijo. “Bueno, está bien”, cambió de parecer de inmediato y levantó el auricular. “¿Diga? No, señorita, aquí no hay nadie con el nombre que usted busca. Sí, esta es la empresa, pero no hay nadie con ese nombre, al menos no en esta oficina”. El hombrecito se llevó una mano a la cabeza, visiblemente abrumado. “Sí, ese es nuestro correo pero no hay ninguna persona con ese nombre aquí. Si gusta puede enviarme la respuesta y le prometo que con gusto leo su currículo y en caso de estar interesados le responderemos lo más pronto posible. Muy bien. Gracias. Buenas tardes”. Colgó despacio, como no queriendo azotar el auricular. Respiró profundo, sopló inflando los cachetes y se alzó de hombros. “¿En qué íbamos?”. “Me hablaba de los requisitos del aspirante”. “Ah, sí.

 El jefe me cambia todas las semanas las reglas del juego”. Mientras el hombrecito hablaba con aquella persona al teléfono fue cuando hice ese descubrimiento tan pequeño y a la vez tan grande que seguramente estuvo rondando mi cabeza durante muchos años. Y mientras volvía a mirar por vez quién sabe qué número el techo roto de la oficinita, me di cuenta que lo que en realidad me hacía miserable era el tipo de trabajo que estuve haciendo durante toda mi vida. ¿En realidad quería seguir haciendo lo mismo durante quince años más? ¿En un sitio como este? ¿En cualquier otro sitio? No quería que alguien a quien claramente le caí mal desde un principio me tratara como una persona de segunda en una empresa que ni siquiera era de él. Me di cuenta que no tenía que mendigar mi propia infelicidad. Y de pronto me sentí muy tranquilo. Como nunca antes. El hombrecito miró su reloj y dijo, “No me había dado cuenta lo tarde que es. Tengo cinco minutos para cada entrevista. Si una se atrasa, entonces todas las siguientes entrevistas que tengo se atrasan. Usted entiende. Deme oportunidad de revisar bien su currículo, compararlo con el de los otros aspirantes y entonces tomar una decisión”. Nos pusimos de pie. Me extendió su pequeña mano la cual tomé como se toma un pequeño pez de un río. En realidad, ya no me interesaba que me llamara. No quería que nadie más me llamara. “¿Sabe qué?” dije sin soltarle la mano. “No me llame. No me interesa”. El hombrecito se quedó de pie, detrás de mí, sin poder articular palabra. Al salir quise llamar de inmediato a mi mujer. Decirle que me había dado cuenta de lo infeliz que siempre fui siendo un empleado. Que ahora quería hacer algo para mí. Quería usar mi fuerza y mi talento en mí mismo, en algo para nosotros. Ya no trabajaría para nadie nunca más. Quise llamarla, pero me contuve; preferí decírselo en persona, a ella y a mis hijos. Me detuve un instante a la mitad del patio, entre los camiones de carga, y alcé mi rostro. Nunca antes tuve la sensación de miedo y felicidad que me provocó imaginar por primera vez los cientos de posibilidades que aún tengo por delante en la vida.

 Carlos Wilfredo Trejo, México, 1977. Licenciado en Relaciones Internacionales por la UNAM y escritor

Comentarios

  1. El protagonista de éste relato, se toma unos días de vacaciones. Es la mejor opción antes de embarcarse en la búsqueda de trabajo. El estar en desempleo, después de dedicar los mejores años a una empresa es duro, muy duro.
    El desempleo lleva a situaciones límites que mezcladas con problemas añadidos generan explosiones incontrolables. Se `pme a `rieba ña caàdcodad de resistencia, de proactividad, de reisilencia, hasta límetes que hace tambalear la autoestima. Cuando nunca se ha estado en situación de desempleo no se sabe lo que se siente. Tocar fondo, no ser válida, no ver salida, sentirse inútil e inepto. Se tiene que pensar en positivo, en todos los logros, actitudes, cualidades que se tienen para conseguir un trabajo igual o semejante.
    En mis primeros años buscando trabajo: me decían que era muy joven, y pasados los treinta: que era muy mayor. Ni los encuentadores ni seleccionadores se ponen de acuerdo. Encontré trabajo, sí, pero no de mi profesión. Nunca llueve a gusto de todos.

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