POLE DANCER/Ricardo Juan Benítez
Nacido un 28 de noviembre de 1956, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina), su actual lugar de residencia. Luego de un prolongado paréntesis, retoma su pasión por la escritura a mediados del año 2004.
Colabora con: ALMIAR Margen Cero (España), Alma de Luciérnaga (Israel), Resonancias Org. (franco-argentina), Herederos del Caos (USA) Azul Arte (Inglaterra), Uchronicles de Giampietro Stocco (Italia).
Reconocimientos:
2005 Segundo Premio, en la Asociación de Arte y Cultura de Merlo (República Argentina) con “Noche de bruma y silencio”
2009 “Los visitantes de Marte” obtiene Mención de Honor en el Premio "Andrómeda" de Ficción Especulativa (España)
2010 “Pleamar” Primer Puesto en el Concurso de Narrativa Sin Fronteras de Letras Kiltras (México D.F.)
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Los tiempos cambian, casi
nunca para bien. En otras épocas el detective privado tenía un aura
de solitaria integridad lidiando con una sociedad en estado de
descomposición. Tal vez un mito alimentado por los arquetipos
literarios al estilo de Sam Spade o Phillip Marlowe. Quizá el
inconsciente colectivo anhela aún a su caballero errante en lucha
contra los molinos de viento en alguna llanura lejana. El asunto es
que, luego de un atraso de tres meses en la renta, más otras
facturas impagas dentro del cajón superior del desvencijado
escritorio, uno toma el primer trabajo que le ofrezcan si está bien
pago.
A
los consabidos seguimientos de esposos adúlteros se habían agregado
otras tareas un tanto menos éticas. Por ejemplo, hacerse pasar por
un abogado para apurar el desalojo de algunos inquilinos remolones
con los pagos o quebrarle alguna de sus piernas a un jugador con
persistente mala suerte y su crédito agotado.
Vicenzo
era un cliente al cual había visto un par de veces en mi vida.
Cuando necesitaba de mis servicios llegaba una encomienda con una
llave en su interior. Debía dirigirme a la terminal de micros. En
una de las taquillas (la indicada por el número en la llave)
encontraba un sobre de papel madera. En su interior unas notas con
las instrucciones más un fajo de dinero. Vicenzo pagaba muy bien, en
efectivo y por adelantado. Una vez realizado el trabajo cobraría una
prima por productividad y la diferencia por los días y gastos
adelantados. Si la cosa salía mal, lo mejor sería buscar otro
trabajo lo más lejos posible de Vicenzo y sus muchachos. Era un tipo
al que no le gustaba dejar ningún cabo suelto.
Ella
se movía con gracia gatuna. Ante cada nueva acrobacia parecía que
una parte de su anatomía caería directamente dentro de mi vaso de
escocés. Se tomó con sus manos del caño y quedó cabeza abajo. Sus
piernas se abrieron en V, para luego dejarse caer con lentitud
calculada. Antes de tocar el suelo se enrolló y giró sobre sí
misma. Excepto la mínima tanga, todo su cuerpo era un provocativo
body painting atigrado fulgurando bajo los haces de luz de
los seguidores.
—¿Cómo se llama la gata? —le pregunté a la barwoman.
—¿La tigra? —gritó mientras servía dos Margaritas—. Tamara.
Vas a perder tu tiempo con ella.
—¿Por? —devolví el grito.
Se acercó con aire
conspirativo.
—Ella es diferente —susurró a mis oídos—, yo salgo en dos
horas…
—No
es que no me gustes —le respondí con mi mejor sonrisa inocente—,
pero esa mujer me interesa por otros motivos.
—Su
problema es que no le da importancia al dinero —me miró con
malicia—, con Tamara no funciona eso de “billetera mata galán”.
—¿Entonces?
—Nada —masculló en neutro—, no se le conocen hombres; ni
amantes, ni clientes. Viene, hace su trabajo y se evapora. Nadie sabe
dónde vive. No tiene amigos, ni amigas y, según parece, tampoco
familiares.
—Bien, quiero otro escocés sin hielo —terminé la charla.
Tamara
acababa de recibir una ovación. Estaba de cara al techo en el centro
del círculo plateado de luz. Una lluvia de billetes cayó a su
derredor. Los comenzó a levantar de a uno gateando por toda la
plataforma. Los aullidos masculinos aprobaban con entusiasmo su
sensual paseo.
Deposité
un billete próximo a mi vaso de licor. Ella se acercó presurosa,
después de todo parecía que el dinero le interesaba algo.
—¿Ya terminaste? —le dije, mientras le retenía la mano.
—No
salgo con extraños —me respondió sosteniendo mi mirada.
Pude
intuir un par de bultos llenos de músculos acercándose a mis
espaldas. No me sobraba el tiempo.
—Yo
no soy un forastero más —respondí en un susurro—, vengo de
parte de Vicenzo, somos casi como hermanos.
Una
deliciosa O se le formó en la boca, un gesto de desconcierto
le frunció el entrecejo.
—¡Está bien, chicos! —les dijo a las dos moles, al tiempo que
alzaba su mano derecha.
Los
dos gorilas se retiraron contrariados hacia su cubil. Esa noche no
tendrían diversión. No habría sangre sobre la pista de baile.
—Salgo en media hora —agregó con un ligero temblor en la voz—
¿Adónde nos encontramos?
—¿Te parece en Carlito’s? Está abierto toda la noche.
—Carlito’s me parece bien.
El
riesgo de ser apaleado por el par de grandulones fue recompensado con
creces. Tamara acababa de desplegar todo su arsenal de artimañas,
que no eran pocas, para saciar mis apetitos más retorcidos.
—¿Por qué te manda Vicenzo? —preguntó mientras jugueteaba con
un rulo del pelo de mi pecho.
—Quiere asegurarse que estás segura —suspiré.
—Desde que salí de la ciudad —afirmó—, nadie sabe que vine a
este pueblo de mala muerte.
—El
problema es que si te encuentran, lo encuentran a él —volví a
suspirar—. Eso no debe suceder. Yo me tengo que encargarme que no
suceda.
Otra
vez se le formó la O adorable en su boquita, el mohín de
desconcierto.
—Nada personal —murmuré mientras la retenía bajo mi cuerpo—,
sólo es una cuestión de negocios.
El
iris de sus ojos se agrandó imperceptiblemente. La O fue
perdiendo consistencia. Sus mejillas se desmoronaron fláccidamente
hacia las comisuras de los labios. Entonces aflojé la presión sobre
su cuello y la nuca. Me senté en el borde de la cama. Fui al baño y
tomé una larga ducha.
Del
gran bolso de lona de marinero saqué un pantalón, un calzoncillo,
medias, unas zapatillas náuticas y una remera sin uso. Me vestí.
Luego introduje las ropas, los interiores y los calzados que nos
habíamos quitado hacía unas dos horas antes, más los documentos de
Tamara. En el baúl del automóvil tenía un bidón de limpiador con
amoníaco, guantes descartables, unas franelas, una bolsa de plástico
negra, un barbijo, antiparras, calzado para uso quirúrgico y un
frasco con un líquido blanquecino.
La casa de Tamara
quedaba en un lugar descampado, pero siempre cabía la posibilidad de
algún testigo indiscreto. Con tranquilidad, pero sin perder tiempo,
empecé mi tarea. Primero refregué los pomos de las puertas, el
mobiliario, la bañera, el botiquín, la pileta y la canilla con
limpiador. Luego rocié con espermicida antiséptico las almohadas,
las sábanas y el cuerpo de Tamara; con especial esmero en la boca y
sus partes íntimas. Guardé todos los elementos en la bolsa negra y
la introduje en el bolsón de lona. Más tarde, a un costado de la
ruta, hice una fogata que borrara toda huella material del trabajo.
Si era necesario le daría fuego dos veces.
Luego
de cobrar la prima busqué mi antro predilecto, a la orilla de una
ruta polvorienta. Me gustan las bailarinas de caño, el buen escocés
y las prostitutas diestras.
Aquel
era mi lugar en el mundo.
Los
tiempos cambian, casi nunca para bien. Pero algunas costumbres
permanecen inalterables. Cuando vi entrar a los dos forasteros en mi
antro recordé que a Vicenzo no le gustaba dejar ningún cabo suelto.
Pero ya era tarde, ya estaba muerto.
Ricardo Juan
Benítez-Buenos Aires (Argentina)
Un relato de serie negra, dónde es todo ambiguo en estos tiempos. Le diste una vuelta de tuerca al antihéroe.
ResponderEliminarLa sorpresa está en el final, pero para eso os invito a leerlo. Gracias por compartir tus relatos en éste blog.