LABIOS DE ADORMIDERA/Luisa Ferro
Luisa Ferro nació en Madrid, España en 1967 es el seudónimo que utliza en alguna de sus obras la escritora Luisa Fernández, monitora de taller literario y correctora de estilo.
Sus relatos han conseguido diferentes premios y menciones en certámenes como «El tren y el Viaje», Renfe 2008; «Ciudad Getafe» 2009 (Semana Negra); «Ser Madrid Sur» 2009, Cadena Ser; «María Moliner» 2010; «Domingo Santos» 2011, entre otros. Ha publicado relatos en las antologías Crónicas de la Marca del Este. Vol. II (Holocubierta Ediciones, 2011); Antología Z. Vol. 6 (Dolmen Editorial 2012); Legendarium III (Ediciones Tombooktu, 2012); Fantasmagoria (Ediciones Tombooktu, 2013); Hasta Siempre, Princesas (Libralia, 2014). Su novela de fantasía Alcander (Clik Ediciones, 2014) es su primera publicación en solitario.
Labios de adormidera
La peste era bestial y el zumbido de las
moscas insoportable. El intenso calor ayudaba a ello. Los escuadrones de la
muerte son los primeros en llegar a la escena del crimen. Poseen una alarma
para detectar a los fiambres. Tras equiparnos y rechazar la mascarilla que me
ofrecía Estrada, entramos a la vivienda. Nos sorprendimos por la cantidad de
billetes de quinientos euros esparcidos por el suelo; un sendero que recorría
el largo pasillo de entrada hasta el estudio de pintura. Terminaba en una
montaña humana bañada de malvas. El cadáver se había quedado de rodillas,
vencido sobre su lado derecho. Estaba desnudo. Presentaba una herida
transversal en el abdomen y otra en vertical hacia el esternón. El sable corto
yacía junto a su mano izquierda. Aquel metal era el único testigo del lugar de
los hechos; el causante de dos palmos de tajo y del charco de sangre que nos
esforzábamos en no pisar. Sobre su superficie flotaban pétalos marchitos y
fichas del casino. Parte de los intestinos reposaban en la bandeja que el
finado sujetaba entre las rodillas. Me pareció inconcebible teniendo en cuenta
su larga agonía antes de morir. Costaba creer que un ser humano conservara la
compostura en tales circunstancias sin apenas moverse.
—¿Quién
coño se suicida después de ganar un montón de pasta? —arguyó
Estrada.
Ordoñez,
el experto en simbología, se apresuró a mostrarme un billete. En ambas caras
pude leer: «Ella es mi dueña».
No
era la única frase que se repetía hasta la extenuación, había versos escritos
por las paredes, en el suelo, en el techo: «Y amar es herir, es trasnochar
en tu herida y humedecer con la sangre mis labios de adormidera.»
La
prueba con luminol dio positivo.
Procedí
al examen del cadáver.
Calculé
que rondaría los treinta años. A pesar de que el rigor mortis había remitido,
su rostro conservaba una expresión de pánico; como si en el último momento se
hubiese arrepentido de poner fin a su vida. Los ojos estaban ligeramente
hundidos y el iris era un borrón opaco. La mancha verde se extendía ya hasta
los pectorales y de sus oídos rezumaba la cadaverina. Tenía exóticos tatuajes
en ambos bíceps y en la cara interna de los muslos. Aunque lo que más llamó mi
atención fue la estrangulación que exhibía en la raíz del pene, realizada con
hebras de cabello. No presentaba necrosis pero sí un importante edema. El caso
hubiera hecho las delicias de cualquier especialista en urología.
Observé
una línea rojiza en el cuello y marcas de ligaduras en muñecas y tobillos.
También quemaduras de diverso tamaño por el cuerpo.
Tomé
notas mentales del tiempo estimado de su muerte. Cuatro o cinco días. Era solo
orientativo. Seguramente el asfixiante calor aceleró el proceso de putrefacción
y mi rápido dictamen tendría que completarse con la autopsia.
—¿Quién
se clava en las tripas un sable después de follar con una diosa?—escuché decir
a mi espalda al tiempo que Estrada me alargaba varias polaroid que acababa de
encontrar amontonadas en un rincón. La fecha aparecía en negrita en una de las
esquinas. Fueron tomadas siete días antes.
En
ellas aparecían aquel pobre diablo y una mujer. Lo único que llevaba encima era
una extraña careta y unas botas de tacón de aguja, altas hasta los muslos. Le
pisaba la cara, mientras que con un cordón de cuero intentaba estrangularlo.
Me
quedó claro que todo formaba parte de un juego sexual previo al suicidio.
Siervo y ama se deleitaban salvajemente. Visualicé varias fotos de fechas
anteriores. El affaire duró más de cinco años. En ninguna de
ellas se esclarecía la identidad de la femme fatale. Siempre
aparecía con la cara tapada, pero tenía un precioso cabello rojizo que le
llegaba a la cintura y una silueta fácilmente identificable por lo armónico de
sus formas.
—Es
una máscara de teatro kabuki —me explicó Ordoñez—. Representa
a unOni, una criatura demoniaca de la mitología japonesa. Puede guardar
relación con el seppuko, llamado vulgarmente hara-kiri.
El suicida quiso, de alguna manera, restablecer su honor. Utilizó
un tantō para abrirse el vientre y una bandeja para
contener los intestinos. Tampoco pasó por alto el poema que los samuráis
escribían en su abanico de guerra, aunque no lo haya escrito en el sitio
correcto. Llevó a cabo casi todo el protocolo exigido en el rito. Quedaría
saber si hubo alguien que contemplara el sacrificio, pues debe ser realizado en
un lugar público, ante testigos y con un hombre de su confianza para ayudarlo a
morir. También cometió otro error: la dirección del primer corte; de izquierda
a derecha y no a la inversa. Se aprecia en la profundidad inicial de la herida.
—Era
zurdo y estaba solo —atajé.
Decidí
echar un vistazo por el estudio. Me ayudaría a indagar sobre el origen del
suicidio. Sus causas. Su anatomía.
Los
lienzos colgaban anárquicamente por doquier y tapizaban gran parte del suelo
cercano a la amplia cristalera. Eran retratos al oleo de una muchacha de rasgos
orientales. Parecían seguir una extraña secuencia que imprimía movimiento a la
figura, como fotogramas en orden cronológico. Según mi opinión, el artista
había intentado plasmar en la modelo una enigmática sonrisa de gioconda o
degeisha, pero me sugirió más una exótica criatura sacada de un cartelón
de Toulouse-Lautrec. Había algo anacrónico en su mirada. Un misticismo
imposible. Estaban llenos de brochazos oscuros.
—Son
excrementos humanos —apuntó Ordoñez.
Enarqué
una ceja.
Varias
prendas femeninas descansaban sobre la cama y por el suelo. Tuve que hacer
verdaderos malabarismos para no pisar nada. El reguero de enseres terminaba en
el cuarto de baño, donde docenas de velas consumidas se apiñaban en torno a una
tina llena de agua y flores de loto.
La
voz en of de Ordoñez prosiguió dándome sus impresiones.
—Todo
el taller en sí mismo es un altar de sacrificios erigido en honor de algún dios
perdido en la memoria de los paganos o puede que la antesala al mismísimo
inframundo, cuyo precio de entrada fue la inmolación del sujeto. Qué mayor
sacrificio que despojarse de las riquezas materiales y poner fin a la propia
vida para ganarse el beneplácito de dioses o diablos, restaurando así el honor
quebrantado. Por otra parte, los excrementos son el deseo del artista de
alcanzar la inmortalidad. Las flores también podrían asociarse a ello. Su color
blanco significa pureza, renovación, nacimiento...
Sonreí.
No. No lo hice con indulgencia, sus conclusiones no carecían de lógica, pero no
pude evitar mascullar sobre lo ambiguo de ciertos simbolismos ligados a la
defecación y al arte conceptual. La mierda seguía siendo mierda aunque nos las
sirvieran enlatada y un cuadrado negro sobre fondo blanco era solo eso: un
puñetero cuadrado negro.
—Tu
mente analítica te impide ver la belleza –me dijo mordazmente Estrada, lanzando
una pulla a nuestro compañero que, como de costumbre, ni se inmutó.
Salimos
del cuarto de baño y volví a inspeccionar la zona del dormitorio. Mis ojos
recorrieron la estancia buscando algo que no alcanzaba a ver. No. No era la
belleza. Era más simple que todo eso. No encontraba la anatomía del suicidio;
el cuerpo del delito.
En
la pared del fondo y en el suelo había varios tapices antiguos y un altar con
una figurilla central. Los inciensos se habían consumido, solo las lamparillas
de aceite seguían brillando ajenas al horror. A mí me parecieron testigos
mudos, desenhebrados de la realidad.
—Es
un bodhisattva —apuntó—, creo que se trata de Guān
Yīn, «El que oye los lamentos del mundo».
Di
unos pasos hasta detenerme en el centro del altar. Noté un cambio extraño en el
pavimento. Lo comprobé con unos pisotones y pedí ayuda a Estrada para levantar
la alfombra. Había una trampilla. Tiré de la argolla y pedí luz a uno de los
agentes que pululaban tomando pruebas. El haz de la linterna dejó al
descubierto unas precarias escaleras de metal. Era más un zulo que un sótano en
sí. Estaba lleno de trastos y el hedor era tan nauseabundo que demandé con
urgencia una mascarilla. Algunos agentes más acudieron a mi
reclamo.
Un
rastro de coleópteros nos dio la situación exacta de la procedencia de la
fetidez. Se trataba de un baúl de grandes dimensiones con taraceas en marfil.
Al
abrirlo, una vaharada de moscas inició un errático vuelo. Tras disiparse,
pudimos contemplar un cadáver en posición fetal cubierto con una sábana de raso
blanco. Su cabeza descansaba sobre un almohadón, como si el reducido cubil
fuese la cuna de un recién nacido.
Costaba
reconocer en aquel cuerpo hinchado y mordido por las ratas a la bellísima mujer
del cuadro. Su boca, las fosas nasales, sus lagrimales… servían de nido para
las larvas. Tenía una enorme tajadura en el cuello.
Las
imprecaciones de la brigada se dejaron sentir como la plegaria de un pecador en
el desierto. Imposible no sentirse sobrecogido. Los flashes de los analistas lo
llenaron todo. A cada destello, la piel de la muchacha tomaba matices
escalofriantes.
—Quien
metió su cuerpo aquí sentía afecto por ella —dijo Ordoñez—. Es como si
durmiera. La posición fetal es un claro indicativo. Hay una huida hacia el seno
materno, una búsqueda de paz, de cobijo…
Asentí.
Ahí lo había clavado.
Me
centré en la herida de la garganta. Estimé que no fue ella quien se seccionó la
carótida. El corte era limpio y certero. Los suicidas tienden a ser bruscos. Se
desgarran con demasiada fuerza presas de un impulso desmañado; temiendo no ser
lo suficientemente contundentes en su intento y causándose verdaderos
destrozos. Dada la profundidad y trayectoria, el asesino en cuestión era zurdo.
El estado de putrefacción del cuerpo y la evolución de las larvas, me indicaban
que había muerto antes que el pintor. Tal vez con una diferencia de 48
horas.
Dejé
a los analistas recogiendo muestras. Para mí aquel ya era un caso cerrado.
Ordoñez y Estrada me fueron a la zaga.
Ambos
me miraron interrogantes. Querían mi veredicto.
—Ella
se cansó de su juguete y él no pudo soportarlo —respondí.
Sus
gestos no variaron un ápice. Querían los detalles escabrosos.
—Hay
rehenes que se niegan a ser liberados —aclaré—. Siervos que no son nada
sin sus amos. Pero no hay que equivocar jamás ser sumiso con la falta total de
narcisismo. Un sumiso sexual, repudiado en la vida real
puede «liberar» al peor de los depredadores. Cambian su rol y
despellejarán sin piedad al que fue su dueño. Una vez pasado el shock emocional
y el vacío que queda tras la pérdida, llegarán la reflexión, el arrepentimiento
y la falta de motivación para continuar viviendo. La vida de nuestro artista
carecía de sentido sin su leitmotiv. El hara-kiri solo
fue un medio para seguir a su ama en la muerte, más que para limpiar su honor.
Se reunió con su dueña y señora.
Ordoñez
meditó unos segundos antes de chasquear los dedos. Asintió con
vehemencia.
—Es un oibara…
El samurái sigue a su amo feudal en la muerte. El rol de ejecutor se invirtió
tras asesinarla y pasó a ser de nuevo siervo.
—O
sea —arguyó Estrada—, resumiendo y en cristiano: que a ella le importó una
mierda que él acabara de ganar una millonada en el casino. Quería dejarlo. Es
un crimen pasional, vaya.
—Asesinato
seguido de suicidio —puntualizó nuestro quisquilloso compañero.
Mientras
saludábamos al juez que acababa de llegar para ordenar el levantamiento de los
cadáveres, pensé que, en el fondo, todos tenemos algo de románticos y aquello
de que el amor ni se compra ni se vende, todavía quedaba genial en este jodido
mundo. Eso sí, con el fundido en negro de una película muda. Nunca estaba de
más ser artístico.
©
Luisa Ferro
La autora madrileña Luisa Ferro, cumple esta premisa en su relato “Labios de adormidera” propuesta por mí, hace un tiempo en Facebook, fue una de las pocas escritoras que cumplió a rajatabla el relato propuesto.
ResponderEliminarSe nota una mano experta en el género políciaco (siendo sus autoras favoritas las dos maestras del género Mary Higgins Clark y Agatha Christie) ¿Qué puedo decir ante este relato? Seguro que se podría sacar una novela de ello. Incansable escritora, maneja diferentes estilos como poesía, relato hiperbreve,novela…
En “Tesis sobre el cuento”, un ensayo famoso de Ricardo Piglia, se resume así un argumento que Antón Chéjov anotó pero jamás llegó a desarrollar:
Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.
La propuesta es simple: escribir el cuento (o al menos el resumen del cuento) que Chéjov no escribió y en el que, desde luego, el desafío está en inventar un personaje y unas circunstancias que vuelvan creíble el comportamiento del personaje.