MATAR ES FÁCIL/ Mos



MATAR ES FÁCIL

Don Diego, dueño de la empresa, no debía estar allí, en la nave, a las doce de la noche. Fernández y Bonilla, contable y jefe de producción respectivamente, se miraron el uno al otro con furia.

— ¡Me cago en toda la nación!,  ¿qué hace aquí el hijo de puta  este? —espetó Fernández a la vez que los dos se apartaban de la pequeña ventana de la oficina.

—Lo mejor será que nos marchemos antes de que nos descubra  —manifestó Bonilla mientras apagaba un Camel   con la suela del zapato—. No pasa nada, volvemos cualquier otro día.

— ¡Y una mierda nos vamos a ir!  —exclamó muy exaltado Fernández— ¿Has visto lo mismo que yo? Seguro que en ese maletín se lleva toda la pasta el muy cabrón. Y a los demás que nos jodan cerrando la empresa. Pero no se lo vamos a permitir, claro que no.

Acto seguido  Fernández fue hasta el Skoda Octavia en el que habían llegado y volvió con una barra de hierro y una botella de JB medio llena. Hizo una señal a Bonilla para que le siguiera y, de una patada, abrió la puerta de la oficina donde el empresario ultimaba su salida. Del inesperado impacto don Diego dio un respingo para atrás que hizo que tropezase con la mesa y cayera al suelo sin soltar el maletín. Antes de poder gesticular palabra alguna Fernández le asestó un golpe en la cabeza con la barra de hierro. Y otros dos en el costado. Con toda la ira que tenía contenida. El propietario quería explicarse pero no podía. Se retorcía de dolor y estaba demasiado aturdido por los golpes. Por el suelo veteado de vinilo gris se extendía una mancha  de sangre que brotaba de la cabeza. El maletín descansaba al lado de su cintura.

— ¡Pero qué has hecho! —vociferó Bonilla— ¡Cómo se muera nos metemos en un lío de la hostia!

—Qué importa eso ahora. Si no la palma habrá que rematarlo para que no cante —dijo Fernández mientras soltaba la barra, también manchada de sangre, y daba un trago a la botella de whisky. Después, cogió el maletín del suelo—. ¡Lo que me suponía; el jodido maletín tiene clave de apertura!

El empresario oía la conversación de los dos operarios como si estuvieran muy lejos. Cerró los ojos esperando que todo aquello fuese una pesadilla. Varias palmadas en la cara hicieron que los abriera por un instante. Era Bonilla que, agachado junto a él, le abofeteaba ligeramente la cara a la vez que le pedía la combinación para abrir el maletín.

—No pensaba fugarme, Bonilla. No es lo que parece, te lo juro— dejó escapar Don Diego con un hilo de voz débil y entrecortado.

Dos patadas de Fernández en el estómago sacaron del patrón un grito seco digno de compasión.

— ¡A quién quieres engañar, estúpido! —le repetía el contable al tiempo que le levantaba la cabeza del suelo agarrándole de la pechera—. Ya nos estás diciendo la maldita combinación si no quieres que te estampe el puño en la cara.

Don Diego, dolorido y desconcertado, volvió a cerrar los ojos. De sus labios salió un “no” muy tenue, acompañado del un movimiento negativo de la cabeza. En realidad lo que el empresario intentaba expresar con ese gesto era que el maletín no contenía dinero alguno. Pero tenía pocas fuerzas para hablar y no podía mover el cuerpo. De hecho se sentía cada vez más débil. Tal vez porque la mancha de sangre se iba extendiendo sobre el pavimento. Llegado a ese trance pensó: “Si pudiera hablar con estos estúpidos lo entenderían”; mas lo único que podía hacer en ese momento era escuchar  a los dos empleados.

— ¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Bonilla.

— Mira, aquí guarda el frasco de Valium que siempre toma —contestó Fernández mientras dibujaba una sonrisa malévola en su rostro—. Lo inflamos a pastillas y lo tiramos con su coche por un barranco. Parecerá el suicidio de un empresario que se ha quedado en la ruina.

Al dueño toda la conversación le resonaba en los oídos. Una mezcla de dolor, abatimiento, somnolencia y cuerpo descompuesto se había apoderado de él. Intentaba  recordar las palabras de Raquel, su esposa, antes de salir de casa: “Sí, vete ahora mismo a la fábrica y no te dejes nada. Verás cómo mañana habrán terminado nuestros problemas”. A pesar de todo el desconcierto y el malestar que le invadía seguía apostando por poder aclarar muy pronto aquel malentendido.

Los dos trabajadores, cada vez más alterados y fuera del plan previsto, parecían crecerse con el inesperado infortunio. Bonilla encendió otro cigarrillo y, entre caladas y miradas a su compañero, volcó un puñado de pastillas en su mano, se agachó y se las metió en la boca al empresario. Fernández soltó una carcajada escandalosa y acto seguido acercó el whisky a los labios del empresario.

        — Bebe, hijo puta, bebe. Te creías más listo que nosotros, ¿eh? — le refirió el contable a Don Diego susurrándole al oído. Éste se atragantaba con el alcohol y las grageas a pesar de que Bonilla le incorporó la cabeza. Todo el JB que quedaba se vertió entre la boca y la pechera del aterrado patrono.

        — Tengo las llaves del BMW — apuntó Bonilla después de buscar en los bolsillos de su jefe—. Vamos a despeñarlo cuanto antes y luego volvemos para limpiar todo esto.

        — De acuerdo, eso haremos. Pero el maletín lo dejo en el Skoda. Ya lo abriremos d como sea— indicó Fernández.

Los dos levantaron al dueño de la empresa y lo arrastraron hasta fuera de la nave. Lo metieron en la parte trasera del coche tumbándolo sobre los asientos. Bonilla conducía siguiendo el Skoda de Fernández. Eran cerca de las doce y media; comenzaba a lloviznar.

Don Diego abrió los ojos por un instante. Aquello empezaba a no gustarle. Hizo un esfuerzo mental entre tanto aturdimiento. A última hora de la tarde había recibido una oferta de compra muy sustanciosa: una multinacional del sector de la electrónica se quedaba con su fábrica de componentes y con todo el personal de la misma. Lo habían citado a primera hora de la mañana. Urgía tener toda la documentación preparada. Por eso se acercó hasta la nave a esas horas de la madrugada. Con parte del dinero acordado en dicha venta pagaría las nóminas de los seis meses que tenía pendientes con sus trabajadores.

La lluvia se hacía más intensa en medio de una noche de abril desapacible. Fernández y Bonilla bordearon Madrid por la M-40 para incorporarse a la M-501, la carretera de los pantanos, sin saber muy bien dónde  precipitar el coche con el cuerpo de su jefe. El contable optó por ir hasta Pelayos de la Presa, al pie del pantano de San Juan.

Según pasaban los minutos Don Diego se sentía más aturdido; mentalmente anestesiado. En una parte del trayecto Bonilla abrió la ventanilla y al empresario le llegó el aire fresco hasta su cara. Sonrió levemente. Era agradable percibir aquella sensación e intentar no dormirse. Pero tenía sueño, mucho sueño. Tal vez fuera mejor dormir; dormir plácidamente.

A la una y doce minutos los dos vehículos eran interceptados por una patrulla de la Guardia Civil por exceso de velocidad.

Un minuto después Don Diego dormía para siempre.

© Mos

FUENLABRADA - MADRID

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