EL COMEDOR/Judit Perich





Aún me acuerdo de aquellos hermosos tiempos, unos tiempos suaves y apacibles sin duda...

Cada mañana era un nuevo comienzo. Cuando ella me despertaba cada día a las 8 de la mañana para que me vistiera con mi polo blanquísimo e inmaculado que ella lavaba a mano con su pastilla de jabón de coco y mi falda marrón a cuadros, para que me peinara y me hiciera mis dos coletas y desayunara para ir al colegio. Que tiempos aquellos cuando yo y mis hermanos vivíamos con nuestros padres en nuestra pequeña y acogedora casa... Ahora todo ha cambiado. Cuando nos marchamos de casa mis hermanos y yo para vivir nuestras propias vidas, cuando nuestro padre murió a los 64 por un paro cardíaco dejando a mamá completamente sola. Ella ya tiene 76 años y todavía se pone contenta cuando alguno de nosotros va a su casa a visitarla, pero la casa ya no es como nosotros la habíamos tenido de jóvenes. La última vez que yo entré en ella lo primero que vi fue un gato negro y peludo que me miraba con sus ojos de vidrio, verdes y brillantes con un cascabel atado al cuello de una cinta roja. Mamá lo había adoptado para que le hiciera compañía en su eterna soledad. Entonces entré en la parte que siempre me ha gustado más de mi casa: El comedor. Lo primero que vi al entrar en él fue la mesa, pequeña y cuadrada, con un tapete blanco y rosa con flores estampadas. En la mesa había una silla de madera. En el suelo, una gran alfombra roja con un montón de flores estampadas así como de la edad moderna. En la pared azul había muchos platos de porcelana de esos que se cuelgan en la pared. Algunos ya los tenía cuando era pequeña, otros me resultaban nuevos. En el grupo de los que ya conocía había algunos que me gustaban más que otros, como es lógico, como uno que mi madre se había comprado en Granada, lugar donde hizo su luna de miel, otro que se lo había regalado su madre, es decir mi abuela... Pero de todos el que más me gustaba era uno que se compró para conmemorar mi nacimiento. En el techo había colgada una lámpara de cristal muy antigua, y en la iluminada ventana de blancas cortinas de seda había un jarrón con narcisos. Entonces dirigí mi vista al sofá, donde mi madre estaba cosiendo.

- ¡Hola! Me dijo.

- ¡Hola! Le respondí yo con una sonrisa en la cara y lágrimas en los ojos.

Entendía como se sentía, había pasado mucho tiempo sola.

Sé que todas las casas antiguas son prácticamente iguales, pero la casa de la mujer que te ha criado es siempre especial. Y la casa de mi madre es sin duda mi hogar favorito, pues hace mucho tiempo también fue el mío.



Judit Perich

(15 años)

BARCELONA - ESPAÑA

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL GUSANO Y LA MARIPOSA/Ana Palacios

LLUEVE/Carmen Urbieta

SILENCIO/Carmen Urbieta