LA LETRA CON SANGRE ENTRA / Josep Mª Panadés
Este
famoso aforismo se le adjudica a Domingo Faustino Sarmiento, presidente de
Argentina entre 1868 y1874, pedagogo, filósofo y docente, y que, al parecer,
nació a raíz de un artículo que escribió sobre el efecto a largo plazo resultante
de azotar a los niños en su cociente intelectual.
Esta
creencia en la dureza en el trato a los estudiantes para favorecer su
rendimiento escolar, tuvo uno de sus más entusiastas seguidores en el sistema
de enseñanza inglés, sobre todo hacia finales de la época victoriana, en la que
la rigidez disciplinaria era la base en la que se sustentaba su sistema educativo
eminentemente tradicionalista. Colegios y residencias privadas hacían gala de
dicha severidad y, a la par, del alto nivel de preparación con la que se
graduaban sus alumnos. Internados y escuelas de élite prodigaban el castigo y
un rigor casi militar para formar a sus alumnos, con el beneplácito de los
padres y de la sociedad en general.
En
nuestro país, en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, era práctica
habitual que en los colegios, sobre todo religiosos, se aplicara mano dura con
los alumnos, no solo para formarlos como buenos cristianos y ciudadanos sino
también para mejorar su actitud en el estudio y aprendizaje. Golpear con una
regla o tablilla de madera la palma de la mano o las yemas de los dedos, método
este más doloroso, lanzar el borrador e incluso una vara a modo de proyectil
(mi profesor de latín, practicante de este ejercicio, la apodaba “la milagrosa”
por sus dones persuasivos), tirar de las patillas hasta obligar al alumno a levantarse
y ponerse de puntillas, propinar un cogotazo a traición por pillarte hablando
durante la hora de estudio (así entendí el significado de “ver las estrellas”),
y otras pequeñas salvajadas, son unos pocos pero representativos ejemplos del
trato que se dispensaba a los alumnos “díscolos” en mi colegio privado y
religioso, del que, a pesar de todo, guardo un buen recuerdo. No vayáis a
pensar que un servidor era uno de esos colegiales díscolos. En absoluto. Podría
decirse que era un alumno ejemplar. Pero hasta el mejor de los mejores tiene
alguna vez un desliz en forma de unos ejercicios no resueltos, un borrón en la
lámina de dibujo, una lección no bien aprendida o ser un charlatán en clase o
en Misa (que hasta cierta edad era diaria).
Hoy
día serían inconcebibles tales comportamientos. En aquella época, ir a tu padre
con el cuento de que el profesor te ha puesto la mano encima era motivo suficiente
para que tu progenitor hiciera lo propio ─dos tortazos al precio de uno─,
respaldando al docente con el argumento de que “algo habrás hecho”. Hoy, en
cambio, por mucho menos, el maestro o maestra podría ser objeto de insultos y
amenazas por parte de los padres del chico o chica ofendido/a, la apertura de
un expediente disciplinario o quizá incluso la expulsión del centro docente.
Antes, los niños más disciplinados, como yo, podían ser sometidos a escarnio y al castigo por parte de algún profesor que se excedía en sus atribuciones y
autoridad. Hoy esa autoridad ha menguado sustancialmente y hasta el alumno más
gamberro goza de una protección inmerecida. Como ha ocurrido con otras muchas
cosas en este país, hemos pasado de un extremo al opuesto en cuestión de unas
pocas décadas.
En
aquel entonces, las amenazas y el temor al castigo, en cualquiera de sus
manifestaciones, eran motivos más que suficientes para que un alumno
mínimamente disciplinado se esforzara en cumplir con las tareas encomendadas, a
hacer los deberes hasta la hora de cenar, de lunes a viernes, y
durante una buena parte del fin de semana (hasta mediados de los años 60 el
sábado por la mañana era lectivo), aprendiéndose la lección de memoria sin
importar su comprensión ni utilidad. Porque esta era otra cuestión: la
inteligibilidad de lo enseñado, tanto por vía oral como escrita, era lo de
menos. Muchos profesores se limitaban a recitar la lección tal como lo habían venido haciendo durante toda su vida laboral, a veces con tal entusiasmo que tenía
verdaderos efectos somníferos. Por su parte, los libros de texto, especialmente
los de ciencias, estaban redactados con un vocabulario demasiado enrevesado
para un chaval de 10 e incluso de 14 años.
¿Qué
es un logaritmo y para qué sirve? O una derivada. O una integral. O… Qué más
da, se aprende de memoria y punto. Hay que aprobar el examen y eso es lo
realmente importante.
Cuando
ya siendo padre de familia, veía los libros de texto de mis hijas, quedaba
agradablemente sorprendido. Dibujos explicativos ilustrando un texto teórico
mucho más “amigable”. Todo mucho más gráfico y comprensible. Me dieron ganas de
matricularme en primero de ESO para empezar de nuevo. Luego volvieron a cambiar
los planes de estudio, y con ellos supongo que también los libros de texto,
supuestamente para mejor.
Siendo
así, era de suponer que el nivel de conocimientos de la juventud actual,
instruida siguiendo esos sistemas de enseñanza tan didácticos, sería mucho más
elevado que el de mi generación, que aprendimos a palos, metafóricamente
hablando. Craso error. El fracaso escolar en España es actualmente uno de los
más altos de la UE, y el nivel de conocimientos de nuestros estudiantes está
por debajo de la media europea. No cito cifras porque las distintas fuentes
consultadas arrojan datos no coincidentes más que en la unanimidad de que
nuestros jóvenes no están lo suficientemente “ilustrados”, y ni siquiera tienen
un nivel de comprensión lectora adecuado. ¿Qué decir ante ello? ¿Cómo se
explica?
Procedo
de una época en que el nivel de analfabetismo en España estaba en torno al 17%
y la tasa de niños escolarizados, a pesar de la ley, solo alcanzaba el 35%. Por
lo tanto, que haya personas de mi edad cuyo nivel cultural sea bajo o muy bajo
es comprensible. Pero lo que no entiendo es que jóvenes que han cursado la
Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) hasta los 16 años, no sepan apenas nada
de la Revolución Francesa, de la Segunda Guerra Mundial, de quién fue Stalin o
Mao, ni mencionar una sola obra de Lope de Vega, ni, horror, saber situar en el
mapa alguna de las ciudades y ríos más importantes de la Península Ibérica.
No
quisiera generalizar. Hay alumnos y jóvenes muy cultos, por supuesto, pero me
da la sensación de que no son mayoría. También es verdad que siempre ha habido
malos estudiantes y estudiantes zoquetes. Yo no fui precisamente un estudiante
brillante pero sí trabajador, a pesar de no saber para qué servían algunas de
las cosas que me enseñaban. Quizá si hubiera gozado de los métodos actuales sí
habría sido un alumno sobresaliente. Esto nunca lo sabré. Pero lo que no puedo
aceptar es que, existiendo una enseñanza obligatoria que todo alumno debe
seguir y superar, haya jóvenes (y no pocos) que tengan una cultura general muy
por debajo de lo esperado y deseable. ¿Cómo puede haber licenciados que
cometan faltas de ortografía? ¿Cómo puede haber jóvenes con estudios superiores
que no han leído un libro en su vida de forma voluntaria?
¿En
qué han fallado los sucesivos sistemas educativos que han visitado nuestras
aulas durante los últimos treinta años? ¿Acaso era mejor el sistema educativo
de los años 50 y 60? Si nos atenemos a los resultados ¿será cierto que la única
forma de que un alumno estudie y aprenda es a base de correctivos? La idea me
asusta.
Hasta
ahora había creído fervientemente en los refranes y en las frases
grandilocuentes convertidas en máximas populares. Pero ahora tengo serias dudas
sobre la que encabeza esta entrada. ¿Qué ventajas e inconvenientes tiene la
disciplina y mano dura en la enseñanza? ¿En dónde reside el éxito de una buena
educación? ¿En el alumno, en el profesor o en el sistema? ¿En todos ellos a la
vez? ¿Cómo puede ser que, con unos profesores incompetentes y un sistema
arcaico, los alumnos de mi generación, tan listos o tan tontos como los de
ahora, tengamos ─al menos esta es mi percepción─ unos mayores conocimientos tanto
en materias de ciencias como de letras?
Hace
mucho tiempo que me propuse no convertirme en uno de esos viejos que añoran el
pasado y reniegan de la juventud actual. Pero viendo cómo está el país, no
puedo evitar temer que lo dirijan en un futuro quienes ahora no saben ubicar
Australia en el mapamundi.
Ilustración: Escuela de pueblo, de Albert Anker (1831-1910)
Inicié mi experiencia escritora, hace cuatro años y medio, a través de "Retales de una vida" (http://jmretalesdeunavida.blogspot.com/es) y de "Cuaderno de bitácora" (http://jmcuadernodebitacora.blogspot.com.es/), blogs dedicados a relatos de ficción y a reflexiones personales respectivamente.
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