FATWA (Edicto) José Fernández del Vallado
La fortaleza estaba
envuelta en bruma irisada. Sus atalayas despuntaban como agujas resueltas a
hilvanar lienzos de oro. Por debajo sus defensas y murallas afirmaban la magnitud
de un perfil revestido de nobleza. Más allá la cordillera era una sábana blanca
y acariciando sus cumbres, las constelaciones definían el valle.
Cercando el alto donde
gravitaba el baluarte, ordenado en campamentos ovales, el ejército invasor persistía
en su cruzada.
Cerraba el círculo una plaza
central flanqueada por las carpas de los señores de la hueste y, ondeando en los
mástiles, estandartes, gallardetes, blasones de colores vivos, grises, férreos,
etc...
En un recodo aislado el
cobertizo.
Un portón de madera noble
sellaba el acceso. Diez escalones ascendían a un corredor oscuro como un pozo,
y al final, otra puerta.
Dentro, la habitación. El marco de entrada
acariciaba el secreter oriental con gavetas llenas de lápices. A menos de un
metro, en la pared frontal, una cómoda y sobre ella la jaula de Mouche. Seguidamente
la ventana de arco lobulado defendida con celosías, desde donde subida a un
taburete y a diferentes horas del día, Anwara contemplaba la fortaleza y debajo,
presenciaba la actividad en el cuartel del mulá. Y encajada en un ángulo, la
cama donde dormía.
Vio a su madre por última vez una madrugada.
Sus ojos estaban húmedos, su semblante esponjoso.
Abrazándola, en un susurro le dijo que todo iba a ir bien. Aun así, Anwara se contagió
con su tristeza y comenzó a llorar.
Ocurrió cuando tenía cuatro años.
Habían pasado doce y seguía tras los mismos
muros...
Cuando era una niña dar rienda suelta a sus emociones
era su forma de ser. Resultaba comprensible que para ella no hubiera más
sentimiento que la bondad. El paso del tiempo le descubriría la mezquindad, la mentira
y el odio. No obstante, la tristeza y la amargura fueron dos sentimientos que
contribuyeron a su transformación, y ahora, era una joven esquiva... y silenciosa.
Su padre, Abdel Qahhâr «sirviente
del Omnipotente», mulá de la población de Shibaratam, Señor de la
Guerra, escoltado por su guardia personal; esposas, eunucos y esclavos, vivía
en la opulencia.
Uno de
aquellos días hizo poner al lado de la cama de Anwara una otomana, saludó con
un toque sobre su ghutra ceñida a la cabeza por el doble igaal negro, y detuvo
su mirada a la espera de sentarse.
Ella reconoció con un
gesto.
Abriendo las piernas para
dejar espacio a la rechoncha barriga cubierta bajo el thawb, se sentó. Para
después, con pereza, reclinarse sobre la hamaca.
—Precioso atardecer...—
dijo.
Anwara asintió taciturna.
No le apetecía hablar. Necesitaba silencio, no esperaba nada del mulá.
Él alzó la cabeza solemne,
y dijo.
—Incumpliendo la fatwa que
promulgué, se halló a tu madre culpable de contaminar su espíritu limpio y
también, el de jóvenes a quienes pretendió imponer herejías impuras y corruptas
—dejó de hablar, tosió y continuó—. En lugar de entregarse y observar penitencia,
escogió abrazarse a los demonios que infielmente se escudan tras los muros de
la fortaleza. Por eso ahora cargas tú con su blasfemia...
Sostenía la jaula de Mouche y contemplaba al
ratón curiosear con ojos redondos y pulidos como granos de café. Volviéndose,
la dejó en el suelo.
Exhaló un suspiro, se puso
de pie y se marchó.
A partir de aquel día Anwara modificó la
quinta oración. Finalizaba con un verso relacionado con la familia y el
desengaño. Cambió la palabra “hijo” por la de “padre.” La sura 64:11decía ahora
así:
«¡Creyentes! En vuestro
“padre” tenéis un enemigo. ¡Cuidado con é! Pero... si sois indulgentes, si sois
tolerantes, si perdonáis... Alá será indulgente y misericordioso».
Siendo sincera consigo misma, apenas
recordaba cuándo comenzó el asedio y, menos, lo que ocurrió después. Era
demasiado pequeña. Sospechaba que había sido pronto. Quizá en sus primeros días
de encierro, y enclaustrada en aquel rincón cada año se convertía en una
losa...
De
momento continuaba entera y, en cierto modo, segura. Los parásitos, las epidemias,
dejaron de formar parte de ella gracias a una ducha que instalaron, y en la que
se aseaba con frecuencia. Aún, así, seguía sola, y solo podía salir en las
escasas ocasiones que al mulá se le antojaba.
Transcurrieron meses...
Una noche dormitaba en el único sillón de su
prisión. Advirtió algo deslizarse desde la espalda hasta su cuello. Endurecida ante
los abusos de su guardia, y en lo que presentía iba a ser un nuevo manoseo bajo
amenaza de muerte, Anwara se dejó hacer. Sin embargo, en contra de lo esperado,
no sintió el filo de una daga, sino un aliento cálido y confortante. Sin
explicarse el porqué, por primera vez bajó la guardia, cerró los ojos y suspiró
relajada. Y también, por vez primera, no tuvo miedo a morir. Pues supo que, de
ocurrirle en ese momento, lo haría de forma agradable.
Un pensamiento o algo más, una imagen animó su
mente. Era la silueta de un ser fascinante, como nunca había visto o soñado.
El letargo que la inmovilizaba cedió.
Volvió en sí. Estaba sobreexcitada. Su
corazón palpitaba, las manos le sudaban y una mezcla entre temor y misterio la
mantenía atada al sillón. Evocó el extraño sueño y tuvo una duda ¿estaba
enferma? Se palpó las sienes, estaban húmedas, pero no calientes. Le asaltó una
sospecha ¿realmente había sido un sueño? Sintió frío en los pies, estaba
descalza. Recordó que, por la misma razón, no se había quitado las zapatillas.
De forma natural se dio cuenta de algo: la oscuridad. Volvió la cabeza hacia la
lámpara y no la vio; estaba apagada, y estaba segura de haberla dejado
encendida. En todo caso —pensó— cabía otra posibilidad, quizá descabellada,
pero... ¿y si alguien que no era el carcelero había hallado un modo de entrar?
Sus manos presionaron
la empuñadura del sillón, una contracción atravesó su columna, y advirtió el
olor. Era un aroma profundo, aromático. Tan depurado como un refinado bálsamo. Giró
la cabeza levemente, y a la vez que negaba confundida, sonrió y se reprochó: “¡ridículas
ideas!” Transcurrieron segundos y la esencia saturó el recinto. Anwara se fue
sintiendo cómoda, relajada y solo entonces, escuchó la voz...
Era un rumor sobrio, preciso, acentuado...
Desbordaba la cadencia de un tenor, la
gravedad de un bajo, el fragor de una cascada. Podía contener las notas altas
de una soprano, superar sus registros y alcanzar el agudo y limpio tintineo de
un manantial. En ocasiones resultaba hipnótico y hasta quizá, dominante. Pero
en ningún momento lo percibió siniestro; al contrario. En instantes daba la
impresión de desleírse, era entonces, cuando un residuo de nostalgia afloraba
de un lugar íntimo, impregnándola en una melancolía suave, conciliadora, en
absoluto triste pero sí estimulante. Llegó a tener la sensación de que lo mismo
ocurría con los objetos; como la habitación. Puesto que mobiliario comenzó a
ondularse, y las zapatillas, si ya no calzaban sus pies, era porque tras
emprender un rumbo incierto, fluctuaban en la penumbra.
Así era la voz
tras la cual se ocultaba algo etéreo, sutil, impalpable.
Ya que no
podía verlo, y pese a que los ojos de Anwara se acostumbraron pronto a la
oscuridad ¡seguía sin ver! Creía intuir aquel ser. Pues había sido capaz de distinguirlo
en su percepción. Por otra parte, el enigma de no ver su forma (circunstancia
que, para una gran mayoría de mujeres y hombres, podría resultar
descorazonador) no la inquietó. Porque con la voz a su lado, de forma
espontánea dejó de sentirse sola y perdida, y antes que cualquier otra cosa, dejó
de considerarse prisionera. ¡Era libre! La voz se lo decía; o más aún, se lo
señalaba...
Le esclarecía el
camino hacia la libertad, aunque ahora todavía fuera prisionera y esclava.
Esa voz,
decía:
“Anwara, aquí
estoy. Por fin te he encontrado.”
Y al tiempo,
un eco suave y continuo, llenaba la habitación con las palabras:
“Mi amor.”
“Mi
amor”
“Mi amor...”
A partir de entonces el sueño volvió a
repetirse; se interrumpía. Despertaba. Volver a la realidad se le hacía
insoportable. Se desmoronaba. Seguía atrapada. Recluida de por vida en aquel
cubil nauseabundo. Cautiva de un hombre al que jamás podría reconocer como a un
padre, porque estaba loco, y perdido. Vomitaba lo que tenía dentro y seguía
echando bilis. Quería acabar con su vida, pero... ya no era capaz de hacerlo,
ahora tenía una razón para vivir...
Había necesitado años, pero finalmente, había
hallado esa razón; y el argumento se había convertido en aplomo; la determinación
que le había faltado siempre...
Vivía esperando el próximo sueño, con el
deseo de llegar a un desenlace ¿feliz? Le daba igual, porque ahora vivía y
amaba. De hecho, estaba enamorada.
Un día, una semana, un mes más...
El estrépito de un asalto a la fortaleza
finalizó en derrota.
La puerta se abrió y el mulá entró.
En su semblante ensangrentado, unos ojos
crueles lidiaban por escaparse de las órbitas.
Tras distinguirla en la penumbra, prorrumpió
en una carcajada, cerró de un portazo y rugió.
—¡Está hecho!
Anwara aparentó no prestar
atención. Él continuó.
—Nuestra amada. ¡Oh...!
Perdona la incorrección. ¡Tu amada... madre, no existe!
No obstante, tras
pronunciar la última frase, su expresión vehemente decayó y no sostuvo la
mentira, y una vez más, el trastorno comenzó a socavar su conciencia.
Una convulsión le obligó a doblarse. Se
volvió contra la pared y con las uñas crispadas, la rasgó. Al volverse su
expresión había cambiado... Era aún peor. Cualquier atisbo de apariencia o gesto
que lo definiera había dejado de existir, y su semblante era un muro glacial. Cuando
habló lo hizo de forma que, en segundos, reveló su frustración y creciente desequilibrio.
—Cariño ella... no está.
Ahora me tienes a mí. Dime. No me quieres... ¿mi pequeña...?
Ella continuó sin hablar.
Comenzó
a desnudarse. En su estado apenas era capaz de deshacerse de la túnica.
Se dejó caer sobre la cama y reptando intentó
apresarla.
Anwara se levantó, se
dirigió al guardarropa, y sin dejar de mirarse en el espejo encajado en el
reverso de la puerta, se desabrochó el chador. Su respiración era un suspiro;
su tez pálida y los cabellos enmarañados reflejaban su fatiga. Con manos inseguras
trató de arreglárselos. El mulá entornó los ojos, volvió la cabeza, alargó un
brazo y alcanzó la botella que había en la repisa inferior de la mesilla, lamió
su superficie brillante y la sostuvo por el gollete. Se reclinó y mordió el
burlete de corcho. Saltó produciendo un tamborileo. Dio un trago y con mejillas
encendidas, volvió a dejarse caer sobre el colchón, ahora, fijándose en el
incesante goteo de la grieta del techo.
Como si deseara huir, Anwara se refugió tras
la mampara que hacía las veces de baño, abrió la ducha y comenzó a frotarse. El
agua estaba fría, sus labios amoratados. Salió rápido. Él la llamó. Cabizbaja se
puso el chador y se sentó a su lado. El mulá la retuvo en sus brazos. Sus dedos
se deslizaron sobre su cabello y apresaron mechones uniéndolos en diminutos
bucles.
La empujó boca arriba
sobre la cama.
No había cesado de llover
y el aguacero redoblaba con fuerza en la pizarra.
Una lágrima resbaló por la
mejilla de Anwara. Él quiso enjugársela, ella no se dejó.
Él se jactó.
—Un año y te habrás
acostumbrado —y zanjó—. ¡Igual que las otras...!
Durante un instante, sin
que el mulá lo advirtiera, ella permaneció observándolo. Sus ojos brillaban en
la penumbra, los labios oprimidos y la cabeza apoyada sobre la almohada.
Él se arrimó más a ella, con un brazo abarcó su
cintura y con el otro le arrancó el chador. La sujetó por las axilas. Aterrada
Anwara profirió un quejido. Forcejearon. La inmovilizó. Sobreexcitado empezó a
sobarla, besarla, lamerla...; oscurecido por una ansiedad delirante, sus manos
la atenazaron y arañaron hasta hacerla gritar de dolor.
La forzó brutalmente...
Al sentir la punzada en el estómago, el mulá
centró su mirada en Anwara.
Empapado en sudor se revolvió y levantó del
camastro. Se extrajo la daga y con manos temblorosas, se cubrió la herida de la
cual manaba sangre a borbotones.
Con el
volumen de voz convertido en un hilo, advirtió.
—Qué haces... ¿Deseas
morir? Y, además, lo sabes. Tú eres mí... mí...
Sin abrir los ojos y hablando entre dientes,
Anwara preguntó.
—¿Tu puta...?
El mulá la contempló con
asombro o quizá, por vez primera... ¿temor? Y en un balbuceo, preguntó a su
vez.
—¿Qué... dices? A qué te
refieres...
Un acceso de tos le
interrumpió. Su semblante demacrado tenía una palidez mortecina. Le sobrevino
una náusea. Tapándose la boca, trató de guardar las apariencias; lo cual no detuvo
el vómito. Retrocedió, separó las manos y con absorta fascinación, observó el
charco oscuro de sangre derramada en el suelo.
Comenzó a temblar, se tambaleó, braceó con la
intención de aferrarse al objeto más cercano.
Se derrumbó.
En segundos Anwara se vio
a sí misma de pie.
Por su forma de reconocer
el cuerpo inerte del mulá, podía derivarse que aquello que la inducía a hacerlo,
no era conmiseración. Se decidió, palpó y constató; no había pulso.
Se tendió sobre la cama y
se abrazó a la almohada. Estaba helada y mareada. Sentía los brazos flácidos y el
corazón latirle en la garganta. Pese al delicado trance por el que atravesaba,
en su interior, supo lo que tenía que hacer.
Se levantó y se vistió. Se subió al taburete
y miró por el ventanuco.
Había cesado de llover y la luna empezaba a
abrirse paso entre las nubes e iluminaba la fortaleza de un matiz naranja.
Abrió la puerta y salió al pasillo.
Fuera el campamento estaba
desierto. La tropa, tras naufragar en el último asalto, suavizaba el desastre bañada
en toneladas de alcohol.
Caminando con cautela rodeó el barracón, y
sin dejar de fijarse en la efigie esbelta de la fortaleza, recorrió la extensión
que la separaba de sus áridas paredes.
Cuando alcanzó el primer obstáculo, se
recogió los cabellos, se descalzó y abriéndose paso en el talud con la destreza
de una cabra montés, se perdió en la oscuridad...
José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2018.
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