FOETUS IN FETU/Christo Herrera Inapanta







Cuando les conté esta historia a mis amigos, unos creyeron que me estaba mofando, otros, simplemente, se limitaron a asentir meditando en aquel fenómeno, otro pensó que esto podía ser obra de algún mal demonio y otro que así suelen ser los eventos de la naturaleza, tan sorprendentes que uno pensaría que nunca podrían ocurrir. El hecho es que a mi hija de dos años le habían detectado un extraño fenómeno. Un parásito que debía de ser extirpado.

Irene apenas cumplía un añito y estaba ya queriendo dar sus primeros pasos, pataditas de marcha, intentos por levantarse, sentones, gateo. Era de verla ahí, con su sonajero, con su vestidito rosa, con sus rulitos en la cabeza, ¡qué sonrisa tan hermosa! Sin embargo fue mi mujer la que descubrió algo poco usual. ¿No te parece que está muy barrigona?, preguntó y no le di importancia, comía bien, pensaba. La alimentamos bien, respondí.

Tres meses después, aquella barriguita seguía creciendo. Ya no era el buen alimento. Quizá los bichos, pensé. La pediatra, ¡hay!, ojalá no les dieran títulos universitarios a personas incompetentes. No, no se preocupe, es normal que a esa edad le críen parásitos por llevarse todo a la boca. Tome, dele este jarabe tres veces al día.

Y le dimos ese bendito jarabe. Habría que ver las batallas que libramos con Irene para que pudiera tomarlo. Que el avioncito, que mira para arriba, que qué rico; que mira, yo también lo tomo. Que, ¡suficiente!, ¡tómalo! Batallas todas, todas por demás inútiles porque la barriguita de Irene seguía creciendo y ella dejó de sonreír, dejó de hacer lo que los niños de su edad hacen.



Dejó de dar sus primeros pasos, se la pasaba llora que llora. No pudimos dormir. Eso afectó mi trabajo, las ojeras, los ojos rojos, los bostezos. Los jefes, a veces, son unos cabrones. Me multaron dos veces, claro, dos veces me quedé dormido frente del monitor. A veces pienso que tienen razón, pero no la tienen porque en casa, Irene, no dejaba de llorar, a penas dormía, se estaba poniendo malita, delgada, pero su barriguita seguía crece y crece.



Decidimos llevarla al hospital, así de simple. Debieron traerla tan pronto vieron algo raro en ella, recriminó el médico, en su lugar, me hubiera dicho: ¿Son unos estúpidos?, ¡malos padres!, merecen la cárcel por negligencia, miren que abandonar así, a un estúpido jarabe, a su hija. En fin, quizá eso haya estado pensando el doctor porque nos miraba mal, yo también lo hubiera hecho, yo me miraba furioso en el espejo.



Le hicieron exámenes de heces, luego de orina, luego de sangre, y también un eco en la barriguita, que estaba grande y hecha una pelota. No sé cuál fue mi rostro al ver lo que Irene tenía adentro, pero sí sé cuál fue el rostro de mi mujer y del doctor. Sorpresa, horror, miedo, dudas. ¿Qué demonios? Irene tenía dentro de sí, a su hermano gemelo, estaba creciendo y robaba todos los nutrientes y fuerzas a nuestra pequeña. Un parásito al cual el doctor llamó Foetus in Fetu.



Un extraño caso donde un óvulo fecundado se queda dentro del feto más grande.

El caso no era para tanto, solo había que extirpar el gemelo parásito, pero ese era el problema. No era un caso de gemelo parásito común. Usualmente los Foetus in Fetu suelen ser pedazos de carne deformes, sin cerebro. Este no. este era un niño, con cerebro, con todo bien formado, un feto embrionario bien desarrollado que tenía corazón, columna y vida como si estuviere en el vientre de una madre y así lo vimos, dando una patada en la barriguita de mi Irene que no dejaba de llorar.



Si no extirpamos el feto, su hija morirá, aunque con buenos cuidados médicos, el otro feto podría sobrevivir nos dijo el médico. Pero, ¿era eso posible? Extírpele el feto, estaba a punto de decirle al doctor, pero mi mujer miraba espantada el monitor de la ecografía. Quizá estuviere pensando que matar un feto hacer para sobrevivir a una niña, o matar a una niña para hacer sobrevivir un feto, que luego podría ser un niño. El caso era este, desde cualquier perspectiva, cualquiera de las dos vías que escogiéremos, alguien debía morir.



Extirpe el feto le dije al médico. Nooo, chilló mi mujer. No vas a matar al niño. Decidimos internar a Irene en el hospital mientras decidíamos y mientras los médicos examinaban ese caso tan extraño que preferimos mantener en silencio ante los medios de comunicación; pero el médico fue categórico. Debíamos decidir pronto porque podrían morir los dos niños.



Llegamos a casa. Mi mujer se encerró en el cuarto y lloraba indecisa. Por mi parte, Irene debía vivir, ella era mi pequeñita, mi niña hermosa, la sonrisa que sonríe cuando estoy serio. Fui donde mi mujer, me senté a su lado.

—Irene debe vivir, le dije.

—No podemos matar al feto, respondió ella, no me convertiré en asesina. Dios no lo perdonaría.

—¿Y dejarás que muera Irene?, pregunté, ¿o piensas dejar que ambos mueran?

Mi mujer me sacó del cuarto cuando insistí en ello y no me dejó entrar toda la noche. Insistió en que el feto debía vivir, que no podíamos matarlo, que así son los designios de Dios. Dios, Dios, si él existe, ¿con qué motivo haría sufrir a mi pequeña Irene?, me pregunté, después, sentado en el sillón de mi sala. No pude dormir al principio y después lo hice, a eso de las cuatro de la madrugada.



Me despertó el celular. Era el doctor que estaría a cargo del cuidado de Irene. No llamó para pedirnos alguna decisión. Irene había muerto, con ella el feto en desarrollo. Colgué el celular, lo apagué y me quedé ahí, abatido, culpándome, culpándole también al médico por no intervenir a su conveniencia, culpándole a Dios porque no entendía sus designios, culpándole a mi mujer por alargar el sufrimiento de Irene. ¡Ay, Irene!, desde aquella llamada ya me hicieron falta sus balbuceos, sus gemidos, su llanto, su sonrisa adorable, sus rulitos tiernos.



Retiré a Irene del hospital. Mi mujer sufrió un ataque de nervios y se quedó bajo vigilancia de mi suegra. La verdad ya no importaba si se moría, por mí, podía morirse; la culpaba a ella por alargar el sufrimiento de Irene. La velé dos días y la enterré en el cementerio de San Blas. Desde aquel día, acudo cada mes a visitarla, para no olvidarme de su sonrisa. Creo que ningún padre debería ver a sus hijos morir.



Cuando les conté esta historia a mis amigos, unos creyeron que me estaba mofando, otros meditaban sobre ello y se limitaron a asentir en silencio, otro pensó que esto podía ser obra de algún mal demonio y otro que así suelen ser los eventos de la naturaleza, tan sorprendentes que uno creería que no podrían ocurrir nunca. El hecho era ese. Mi hija murió a causa de un parásito, que era también su hermano menor.


CHIRSTO HERRERA INAPANTA

QUITO-ECUADOR









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