HUMAREDAS por Ricardo J. Benítez
Ricardo Juan Benítez. Nace un 28 de noviembre de 1956, en el barrio porteño de Caballito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina), su actual lugar de residencia. Luego de un prolongado paréntesis, retoma su pasión por la escritura a mediados del año 2004.
Colabora asiduamente con: ALMIAR Margen Cero (España), Alma de Luciérnaga (Israel), Resonancias Org. (franco-argentina), Herederos del Caos (USA), Azul Arte (Inglaterra) y Uchronicles de Giampietro Stocco (Italia). Así también tiene publicaciones en revistas digitales (Hotel Tomás, Los discípulos, Axxón, El Fausto, MiNatura).
http://cuentosyotrasficcionesricardojbenitez.blogspot.com/
Humaredas
“Dios no
juega a los dados” (Albert Einstein)
Un
probable destino es tan irracional como el supuesto azar. Entonces la
pretendida existencia de uno, no debería negar la presencia del
otro. De hecho, si el tiempo fluye desde algún pasado hacia el
hipotético presente y desde ese presente al incierto futuro, nada
parecería indicar que desde ese futuro se haya tejido un plan
inmutable hasta llegar a él. Pero, ¿si incluso pudiéramos saber
con certeza como van a caer los dados? ¿Cuál sería la diferencia?
Azar y destino parecerían ser dos vías paralelas y alternativas que
echan a suerte nuestras vidas.
Siempre descreí de las casualidades, por lo tanto debe haber sido
una serie de prodigiosas causalidades las que me depositaron en el
cuarto de aquel hostel sobre Atlantic Avenue, en esa
parte de Brooklyn conocida como Bed-Stuy
(Bedford-Stuyvesant); un juego de palabras y pronunciaciones
que se podría traducir como: “permanecer en cama”.
Hacía el año 1936 el metro neoyorquino construyó la extensión de
la línea de la Calle Fulton: la línea A. Conectaba,
atravesando desde el norte de Manhattan hasta el oriente de
Brooklyn, el Harlem con Bedford, por ese motivo
muchos afro americanos decidieron mudarse a Bed-Stuy, que
estaba menos superpoblado. Un acontecimiento cultural que quedaría
perpetuado años más tarde en un jazz estándar de Billy Strayhorn
llamado “Take the A train” (“Toma el tren A”), que a
la postre resultó ser un clásico de apertura a los shows de Duke
Ellington y Ella Fitzgerald.
Por lo tanto Bed-Stuy tenía, para mi gusto, un agregado socio
antropológico cultural más interesante que el componente meramente
turístico. Nunca me atrajo demasiado buscar la estatua de “Alicia
en el país de las maravillas” en el Central Park, ni
allegarme hasta la entrada del Dakota Building o, por caso,
conocer el Frank Sinatra Park en Oboken.
Mis
mañanas comenzaban bien entradas las 10am, por lo tanto otra de mis
misteriosas causalidades habían logrado que estuviera antes de las
7am en la esquina de Atlantic Av. con Clinton Street, para
ser testigo de una de esas escenas donde la realidad transcribe a la
ficción. Un hombre de mediana estatura, algo enjuto, calzado con
zapatillas de tenis, ataviado con jeans, una sudadera azul con
capucha y una gorra de los Mets, estaba acomodando en un
trípode una cámara fotográfica, que a la distancia, me pareció
una vieja Leica de 35 milímetros, apuntando a la ochava este
del cruce de la avenida con la calle Clinton. Por instinto
miré mi reloj de pulsera, faltaba poco más de cinco minutos para
las siete de la mañana en punto. Contuve la respiración y quedé
expectante como un cazador que acecha a través de tupidos centenos.
Paradójicamente, mi supuesta presa, también adoptó la pose típica
del predador. La tensión que se reflejaba en los músculos del
cuello, la intensa pasividad corporal y la mirada concentrada en su
objetivo. A las siete antes de meridiano exactas escuché el
inconfundible sonido metálico del disparador de la cámara. El tipo
sonrío satisfecho, guardó la cámara en un estuche de cuero, cargó
el trípode al hombro y marchó rumbo a Court Street.
—“¿Será
él?”
Decidí
que no tenía nada más interesante que hacer aquel día y lo seguí.
El
sujeto dobló por la calle Court hacía la derecha, como si
fuera al complejo del metro Court-Borough Hall, pero a unas
pocas cuadras se detuvo frente a un negocio cerrado. Era un drugstore
especializado en tabacos. Con parsimonia abrió los cerrojos y entró
cargando sus aparatos. Al rato acomodó en la vereda una máquina
expendedora de golosinas, de esas que traen premios, y con una larga
vara bajó el toldo de la entrada.
Sin
pensarlo demasiado me dirigí a paso vivo hacía aquel negocio. Al
entrar sonó la típica campanita colgada sobre el dintel. El hombre
estaba detrás del mostrador acomodando algunas mercaderías.
—Good
morning —saludó
—Good
day —respondí
Me
miró algo extrañado, para luego seguir con sus tareas.
El
almacén, aunque incomparable, era tal y como lo había imaginado.
Estaba abarrotado hasta el techo de todo tipo de menudencias,
licores, bocadillos, refrescos y cigarros. Además disponía de
algunas mesas para tomar un desayuno, una comida ligera o un trago.
Las neveras atiborradas de latas de cerveza, sándwiches envasados al
vacío, legumbres congeladas y sorbetes. En el extremo del mostrador
había un exhibidor de puros, pipas y tabaco para las mismas. En el
centro del escaparate estaba el tesoro que yo intuía que no debía
faltar: unos delicados puritos holandeses.
—I
help you?
En mi
inglés, poco menos que decente, le dije que si; que deseaba un
emparedado de jamón y queso, un café negro sin azúcar y una dona
glaseada.
Poco
a poco iban llegando los primeros clientes de la mañana. Algún
viejo, en apariencia jubilado; con su pijama, las pantuflas y el
periódico abajo del brazo. Un par de taxistas bulliciosos que, luego
de trabajar toda la noche, iban a desayunar antes de acostarse. Una
mujer luchando con su bolso, el atado de cigarrillos y un niño que
había decidido tomar por asalto el exhibidor de golosinas. Tuve la
inefable sensación que en cualquier momento entraría un tipo alto,
de ojos saltones y aspecto de intelectual para reclamar por sus
cigarritos holandeses.
El
hombre se acercó con mi pedido. Acomodó con prolijidad la taza con
café, el sándwich y la dona. Luego me ofreció un periódico y si
deseaba algo más. A decir verdad, si lo deseaba:
—Disculpe
¿usted es Auggie?
Me
dedico una mirada intensa mientras sopesaba la respuesta.
—No,
yo no me llamo Auggie.
Pasó
un trapo sobre la mesa y se retiró para atender otros clientes.
Estuve
escudriñando el periódico tratando de desentrañar las
informaciones que, debido al rudimentario uso del idioma, me llegaban
fragmentadas. No dejaba de ser un ejercicio interesante.
Cuando
consideré que ya me había aburrido lo suficiente le solicité la
cuenta, la cual trajo presuroso.
— ¿De dónde es usted? —interrogó secamente.
—De Argentina —respondí con su misma sequedad.
— ¿Qué hace tan lejos del hogar?
—Verá, soy escritor —dije forzando mi capacidad lingüística al
límite—. Me gusta viajar, conocer otras culturas, encontrar nuevos
ambientes y escuchar historias.
El hombre se sentó a mi mesa pues el almacén estaba en un momento
de relativa calma.
— ¿Le gusta escuchar historias? —dijo con un brillo pícaro en
la mirada— Aquí lo que sobran son historias.
— ¿Por ejemplo? —respondí con aire conspirativo. .
—
¿Por ejemplo? —quedó pensativo—. Historias de rateros huidizos,
de carteras perdidas, ancianas ciegas o de cenas navideñas entre
solitarios. Usted elige.
En
principio pensé que se estaba burlando, que era algún tipo de
espíritu bromista.
—Aunque usted no lo crea, en esta misma mesa, lo ayudé a un famoso
escritor que sufría un bloqueo a concluir una historia que no
deseaba escribir ¿Le interesa?
Pese
al brillo malévolo de sus ojos, yo sabía que aquel tipo no se
burlaba ni estaba fantaseando.
—
¿O prefiere ver mis álbumes de fotos?
Decidí aceptar el convite.
Volví a la hora del cierre. Mi anfitrión me esperaba con los
álbumes prolijamente apilados sobre una mesa y un par de Budweiser
heladas al lado.
Las fotos eran tal como las había imaginado. Retazos de vida
aprisionados en blanco y negro. Los rostros, con diferentes
expresiones y estados de ánimo, repitiéndose a la misma hora
durante meses y años. Un meticuloso estudio antropológico de la
rutina abrumadora de la gran ciudad.
Estaba
analizando los retratos del tercer álbum cuando reparé en una
fotografía que era a color, algo desvaída y ajada y que no guardaba
relación con el resto de la obra. Estaba pegada al final de la
carpeta.
—
¿Y esta? —pregunté
—Bueno, los vecinos saben que soy fotógrafo aficionado —susurró
con tono cansado—. Además tengo un pequeño laboratorio de
revelado. Son pocas las personas que siguen usando el método
artesanal de revelado, ahora todo es digital. Entonces suelen traer
viejos negativos para restaurar…
La
fotografía en cuestión era un cuadro familiar de extraña
composición en un jardín pletórico. Parecía un matrimonio con sus
dos hijas. Las niñas miraban a cámara sonrientes. Daba la sensación
que estuvieran por hacer alguna payasada que la toma dejó trunca. La
madre, por el contrario, parecía mirar a sus hijas. Pero no se veía
felicidad en su rostro, sólo una mirada ausente y pensativa. Pero la
pose más rara era la del padre. No miraba ni a las hijas ni a la
esposa. Tampoco sonreía. Su mirada angustiada se perdía hacía un
costado, como si viera alguna cosa amenazante por detrás de la
cámara fotográfica. Su pose daba la sensación de tender a la
invisibilidad, casi como si fuera un fantasma.
—Me
la trajo una vecina que vivía cerca de aquí —agregó sin que yo
hiciera más preguntas—. Esa foto tiene una historia que comienza
en su país.
—
¿En Argentina? ¿Cómo? —pregunté incrédulo.
Parece
que había estado esperando aquel momento. Dio un largo sorbo al
porrón y comenzó la historia.
—La
familia de la foto vivía en Argentina. Ella, Rebecca, era arquitecta
y él, David, ingeniero. Tenían un estudio compartido y abundante
trabajo. Pero a finales de los setenta y comienzos de los ochenta en
su país la situación social y política era insostenible.
—La
guerra sucia, el terrorismo de estado —balbucee.
—Exacto
—asintió con la cabeza—, ellos eran judíos y un probable blanco
de los paramilitares de derecha. Decidieron emigrar a Israel ayudados
por algunos familiares. Comenzaron una nueva vida y no les iba nada
mal. Las niñas se adaptaron a las nuevas amistades. Tampoco
sufrieron con el cambio de los planes de estudio, ya que hablaban
inglés y hebreo con fluidez. Ellos consiguieron trabajo en una
constructora internacional que desarrollaba nuevos barrios en
Palestina. Todo parecía bajo control.
—
¿Parecía?
—Una
noche una pareja de amigos los invitó a cenar a un restaurante árabe
en Tel Aviv —prosiguió como si no me hubiera escuchado—. En un
momento de la velada Rebecca debe acudir a los sanitarios. Cuando
está regresando escucha un griterío y una voz que se alza sobre las
demás: “Alá es grande”. Su último recuerdo es una
terrible explosión, pedazos de mampostería que caen sobre ella y
una ola de calor que la abrasa. Despertó algunos días más tarde en
una sala del Assuta Hospital de Tel Aviv. David no pudo sobrevivir
al ataque terrorista.
—
¿Qué pasó con Rebecca?
—Ahora
vive en París —entornó los ojos antes de agregar—, se volvió a
casar con un concertista francés. La vida resiste, aún con la
cercanía de la muerte.
—
¿Y las hijas? —pregunté.
—Hanna
vive en un kibbutz cerca de Haifa, está casada y tiene dos niñas
—hizo una breve pausa—. Sara era mi vecina. La que me trajo la
foto para restaurar.
—Era
su vecina —dije pensativo—, ¿se mudó?
—No
—su mirada pícara se apagó antes de agregar—, trabajaba en la
Torre Dos del World Trade Center.
Ricardo Juan Benítez
Bs.As. ARGENTINA
¡Qué buen relato! Conforme lo iba leyendo me venía a la cabeza una de mis películas favoritas. A mitad, me he dado cuenta de que el relato es un homenaje a la misma. El personaje de Auggie, en Smoke, es fascinante. Interpretado pro Harvey Keitel cada mañana sacaba su cámara para hacer una foto a la misma hora. El cuento de Navidad con aquella cena entre él y la mujer ciega, inmenso. Me ha encantado como el autor ha conseguido ampliar el universo de aquella maravilla guionizada por Paul Auster. Fantástico, enhorabuena al autor.
ResponderEliminarCuando un relato tiene una presentación tan magnífica y además está acompañado de unas localizaciones que te trasladan hacia el lugar de los hechos el enganche está asegurado. La descripción de la tienda y de sus moradores encantadora. Respecto al misterio de las serendipias me parecen insondables. Mi humilde enhorabuena al autor.
ResponderEliminarEste no es un relato más, roza la ambigüedad en el personaje principal y como una persona de edad "tiene una historia que contar", con maestría el argentino Ricardo Juan Benítez hace un relato de ello. Mi total enhorabuena ¡maestro!
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