LA HISTORIA DEL HOMBRE CORRIENTE Y LA CAPA DE INVISIBILIDAD/Gemma Minguillón
No
era como un vulgar trapo arrojado al suelo de cualquier modo, aunque
tuviera justo ese aspecto; en absoluto. Desde que el Hombre Corriente
lo había visto, no había podido apartar la mirada de él ni pensar
en otra cosa. Digamos que, por ser un hombre como todos, como tantos,
el Hombre Corriente dirigía su atención hacia cualquier cosa que
saliera de lo que él considerase normal, o digamos acostumbrado. Y
aquello no lo era, no, en absoluto. A pesar de todo, él no era un
hombre demasiado curioso, ni mucho ni poco; lo corriente. Así que,
sin saber exactamente si aquello le apetecía o no, el Hombre
Corriente se acercó al amasijo de tela que formaba una pequeña
montaña en un lado de la acera. Y, al acercarse, constató que aquél
tejido no tenía nada de lo que podría llamarse común. De algún
modo, era como si estuviese ahí y, a la vez, no estuviese. "Como
el gato de Schrödinger", pensó. "Vivo y muerto a la vez".
Pero, como era un hombre muy corriente, no quiso pasar más rato
pensando en los misterios de la física cuántica. De hecho, se
preguntaba por qué no regresaba a casa, se tomaba un refresco
mirando una serie televisiva y olvidaba el día de trabajo, como
hacía todos los días. Pero, caramba, aquél harapo no le dejaba
moverse, ni avanzar ni retroceder. Y, finalmente, el Hombre Corriente
se decidió. Se agachó al lado del extraño hallazgo y lo tocó. Y
en ese momento, sus ojos se abrieron con desmesura, igual que su
boca, y detuvo su respiración. Al quedar parcialmente bajo el manto,
la mano del Hombre Corriente había desaparecido. Atónito, sin poder
pensar, sacó la mano de debajo de la tela tan solo para comprobar si
seguía ahí. Aliviado, constató que, efectivamente, su mano seguía
en el extremo de su brazo, mientras una realidad nueva, diferente y
excitante se abría ante él: había dado con una capa de
invisibilidad. El Hombre Corriente no solía fascinarse, pero Dios
sabía que ahora lo estaba. Un cúmulo de imágenes acudieron a su
mente: entrar al despacho de su jefe y hacerle un corte de mangas sin
que este pudiese verlo; entrar en casa de la vecina antes de que ella
cerrase la puerta y poder observar cómo se cambiaba de ropa con
total impunidad; colarse en el cine sin pagar el ticket... Como era
un hombre tan, tan corriente, sus ideas no iban más allá de
aquellos inocentes y absurdos objetivos. De manera que tomó la capa
del suelo y se cubrió con ella. Con la respiración entrecortada, se
acercó a la óptica de la esquina para observar en el espejo su
imagen: nada. Veía reflejadas a las personas que pasaban junto a él,
al perro que se detuvo a orinar al pie de un árbol. Pero ni rastro
de sí mismo. Y así, el Hombre Corriente empezó a caminar no ya en
dirección a su casa, si no por cualquier calle de cualquier barrio.
Ahora ningún vecino le vería llegar o no a su pequeño apartamento,
nadie se preguntaría qué hacía ahí, tan lejos de su calle y de
todo lo que conocía. Ahora no necesitaba mostrar la cara de siempre
a las personas de siempre. Ahora, el Hombre Corriente era invisible.
De manera que era inmune, impune. Nadie le juzgaría, nadie lo
cuestionaría. Podía hacer lo que quisiera, fuera lo que fuera. No
dependía de la aprobación o la crítica de otros. Era invisible.
Era libre.
Caminó
por cientos de calles, cruzó los semáforos cuando no venían
coches, y no cuando estaban en verde. Entró y salió de las tiendas,
observó de cerca los ojos de las chicas guapas, acarició con
cuidado su pelo, sin que llegasen a percibir el suave contacto. Cruzó
una calle poco transitada caminando con las manos, giró y giró
sobre sí mismo en una plaza para sentir el placer de marearse y
dejarse caer después al suelo, mientras la cabeza daba vueltas y más
vueltas. Acarició perros que, aunque sin verle, le miraban justo a
los ojos. Sonrió a los niños y a las ancianas, corrió en algunas
ocasiones, ralentizó su paso en otras. Y, finalmente, regresó a
casa exhausto, cansado, rendido. Feliz como un niño. Se paró ante
el espejo y no pudo ver su reflejo en él, y entonces permitió que
la capa se deslizara hasta el suelo, a sus pies. Y no reconoció al
hombre que vio ante sí. Aquél no era el Hombre Corriente, si no el
Hombre Feliz, el Hombre Especial. El Hombre que Sonríe. Con cuidado,
tomó la capa del suelo, la puso sobre el respaldo de la silla y se
tumbó en su pequeña cama, sin dejar de mirarla, sin dejar de pensar
dónde iría mañana.
Gemma
Minguillón
Barcelona - España
Barcelona - España
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarCierto. Me gustó
ResponderEliminarUn relato preciso y con una narrativa que nos tiene en vilo hasta el final. Supongo que todos hemos soñado alguna vez con ser invisibles y poder observar y escuchar sin ser vistos. Sinceramente me gustaría tener ese capa, saludos.
ResponderEliminarFantástico relato. Un terrible poder, la impunidad puede llevarnos a una espiral de deseos incontrolable. Hoy me conformo con ver a esa muchacha mientras se desnuda, mañana... Hoy paso desapercibido en el trabajo, pero qué tal un pequeño susto al jefe, y mañana un susto un poco más fuerte. Y pobre del que me haga algo que no me guste... Me ha gustado mucho esa insistencia en el hombre corriente, consigue realzar el hecho de que cualquiera con un poder especial sería capaz de cualquier cosa. Muy buen relato, felicidades a la autora Gemma Minguillón. ¡Saludos!
ResponderEliminar