CARRETERA DE TABACOS / Christo Herrera Inapanta
Salió de casa
a eso de las cuatro de la tarde para comprar su media cajetilla de cigarros.
Atrás dejó el
reproche que le hizo su mujer «Vas a morirte», «No tenemos plata », «Mi tío
murió con cáncer de pulmón». Qué molesto era escucharla, vivir en ese cuartucho
desvencijado y caluroso con ese perro recogido que nunca le cayó bien. El
sentimiento entre ese animal y él debía ser mutuo porque el perro siempre le
ladraba al entrar y al salir y él siempre lo pateaba.
Pero la
rutina se trastocaba a algo agradable cuando salía desde la mitad de la loma
donde se asentaba su barrio hasta el otro lado de la carretera. Casi un
quilómetro cuesta abajo. No importaba el calor, ni el viento, ni el ruido de
los autos. Importaba salir de ese infierno que su mujer llamó, muchos años atrás
dulce hogar. Qué patético, pensó mientras caminaba sobre la vereda, mirando al
suelo y con su mano metida en el bolsillo, haciendo rodar las monedas con que
compraría su cajetilla de cigarros. ¡Ah! Sus cigarros.
Todos los
días lo mismo, todos los días salir de casa, bajar a comprar cigarros y volver
a ese infierno, con parsimonia y con un cigarro prendido en la boca.
Llegó a la
carretera principal donde discurrían automóviles y buses con velocidad. Del
otro lado y luego de seis carriles se alzaba su tienda favorita.
Pocos metros a
la derecha había un puente peatonal alto y viejo que muy pocas personas
cruzaban. Él tampoco iba a cruzarlo. ¿Para qué?, siempre cruzaba por la
carretera y nunca le sucedió nada. Era preferible ahorrarse el tiempo y los
pasos que demoran en ir al puente, subirlo, cruzarlo y luego bajar de nuevo.
No, eso no era para él, que haga eso la gente que tiene tiempo y tiene miedo de
cruzar la carretera.
—¿Don
Estuardo, cómo le va? —preguntó la chica que trabajaba en la tienda.
Cuánto le
gustaba ir a Estuardo a esa tienda, ya sea por demorarse, ya sea porque cada
año la muchacha, hija de la dueña, crecía y su cuerpo adquiría una sensualidad
que le provocaba excitación, con esos chores cortos y la blusa pegada al
cuerpo, ciñéndose a su abdomen y resaltando sus senos sudorosos.
—¿Una
cajetilla, como siempre? —preguntó la muchacha, que poco sabía de sensualidad a
sus trece años y no sospechaba que en los ojos de Estuardo, él la tenía
desnuda.
—Sí, ya sabe,
niña. Lo de siempre —respondió Estuardo rompiendo su imaginación, sintiéndose
luego moralmente idiota y avergonzado.
—Ya deje de
fumar tanto, Don Estuardo —dijo la muchacha, extendiéndole la cajetilla de cigarros
y una cajita de fósforos—, mire que allí dice que fumar mata.
—¡Qué va a
matar! —respondió Estuardo con un bufido. Abrió la cajetilla, sacó un cigarro y
lo encendió. Soltó el humo lejos de la figura de la chica. Metió sus manos a
los bolsillos y pagó—. No se preocupe tanto por mí, hay otras cosas que matan
más seguido que los cigarros.
—¿Cómo qué?
—preguntó la muchacha sin mirar a Estuardo y contando las monedas.
—Quien sabe,
por allí dice la tele que muere más gente en accidentes de tránsito.
—Eso es
cierto.
—Bueno, niña.
Me le saluda a su mami y que tenga un buen día.
Al despedirse,
la muchacha esbozó una sonrisa débil. Solo despegando un par de milímetros sus
labios para indicar un poco los dientes. Estuardo contempló de reojo la figura
de la muchacha y pensó otra vez en su desnudez y luego se sintió de nuevo
avergonzado.
Salió con el cigarro
en la boca fumándolo de a ratos, y de a ratos sosteniéndolo entre sus dedos
índice y medio. Tenía su estilo para inhalar el humo del cigarro, nunca lo
ponía en el centro de la boca sino que lo ponía al lado derecho, luego exhalaba
el humo por la nariz, o soltaba el humo y lo volvía aspirar. No hizo sus
características donas porque le
parecía que era innecesario; eso se lo guardaba para los viernes de chupe.
Llegó de
nuevo a la carretera y contempló el puente peatonal a varios metros. Luego y
sin mirar a ambos lados de la calle cruzó los primeros carriles. No bien hubo
llegado al tercero escuchó un claxon estridente. Un automóvil lo estampó y mató.
Sin duda habrá pensado Estuardo, antes de morir, que mejor hubiera sido no
salir aquel día de su casa.
Christo Herrera Inapanta.
Quito, Ecuador.
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