EL JUGADOR/José Fernández del Vallado Gª Agulló
Descubrir el porqué Domicio Resortes, siendo hombre con estudios, modales refinados y un físico, si no excelente, sí atractivo, permaneció siempre y hasta su muerte soltero resulta todo un misterio; y todavía lo es más si sabemos que residió durante casi toda su vida en la localidad de Escalona, población con diez mil habitantes, de los cuales —y ahí está el verdadero quid de la cuestión—, sus tres cuartas partes eran y aún hoy son, mujeres.
Por lo cual a uno le resulta difícil suponer que un hombre de su posición, pudiera dejar o dejase pasar deliberadamente por alto, las oportunidades con que incontables e incontroladas mozas debieron acosarlo a su paso.
Se
sabe poco de la infancia de Domicio Resortes. Sólo que era hijo
único de una familia más o menos pudiente y también que al parecer
hasta pasados los ocho años, sus padres no adquirieron y se
instalaron en Villa Salacena.
Su
llegada al pueblo debió de resultar asimismo lo único reseñable de
un clan, por lo demás, poco interesante.
Aunque
nunca nadie supo razonar a ciencia cierta de dónde procedía la
fortuna de los Resortes, si algo quedó claro, fue que siempre
dispusieron de capital para vivir con desahogo (por ahí hay quien
murmura que debía ser el resultado de la retribución de un sorteo,
y… aún más cosas). La cuestión es que el padre inauguró un
establecimiento de útiles de labranza que abría y cerraba cuando le
venía en gana. En cuanto a la madre, no se relacionaba demasiado con
las mujeres de la cofradía de pescadores, pues prefería la caza y
vivía de espaldas al mar. Era una mujer de carácter y a la vez
frágil de físico y pasados tres años, después de realizar un
elevado número de incursiones por los pantanos, cogió unas fiebres
extrañas de las que ya no se recuperó.
Domicio
Resortes creció por tanto a la sombra de su padre y progenitor.
Nada más cumplir los diez años ingresó en un internado de la capital del que tan sólo salía para pasar los fines de semana y las vacaciones. Por lo demás todo en Domicio resultó ser normal. Tenía las naturales inquietudes de un adolescente: su gusto por la aventura, las mismas nostalgias, alegrías y desencantos y los primeros flirteos con las mujeres. Podría decirse que Domicio creció sano y fuerte, era inteligente y le gustaban los deportes. Ya se sabe, los de siempre: Fútbol, natación, atletismo...
Hasta
que cierto día, comenzó a desarrollar una, digamos, nueva afición:
Los juegos de azar. En principio nada de importancia, a todos o a
muchos de nosotros nos puede suceder y de hecho nos ha sucedido. Se
empieza por unas partidas de mus y luego, por qué no, ¿Qué hay de
malo en ir al bingo? Por qué no hacerlo si se tiene —y Domicio
tenía— dinero. Y ya que estamos ¿por qué no ir más allá? A un
casino, por ejemplo. Sin embargo, resultaba obvio, que en un
"villorrio" como Escarlona, Domicio no iba a encontrar nada
parecido, pero sí en la capital. Aunque de momento a él le parecía
suficiente con las tragaperras de las cafeterías, por las que se lo
empezó a ver trajinar sin descanso. Iba solo; no hablaba con nadie.
Trataba a las máquinas con suavidad y casi siempre le correspondían,
con premio. O al menos eso creía o debía de parecerle a él porque
siempre andaba con dinero en la cartera.
Por
otra parte, hacía menos de un par de meses, en la escuela, Domicio
había conocido a Ratsia, una joven estudiante ucraniana que también
le correspondía.
Ambos
se enamoraron de tal forma que se habían acabado por comprometer en
secreto y pensaban casarse cuando terminaran la carrera. Y,
«aquello», era todo.
A
los veintidós años recién cumplidos Domicio Resortes tenía
biológicas en el bolsillo.
La
noche del día en que acabó de doctorarse organizó un festejo para
celebrarlo. Invitó a muchos compañeros y compañeras, y sin embargo
él – como anfitrión – no se dejó ver; es más, ni tan siquiera
acudió al salón principal a bailar un forró brasileño, una cumbia
caribeña o un casachop ruso, en honor de los compañeros. Luego ¿Qué
estaba haciendo? En principio nada inquietante. Reunidos en el sótano
él y algunos compañeros habían organizado una timba.
El
caso es que eran las siete de la madrugada y hacía ya más de un par
de horas que todos los asistentes al festejo, incluida Ratsia y cabe
decir, bastante enfadada, se habían ido yendo. Todos, excepto
Domicio, que junto a otros tres hombres, en concreto, Juan Hidalgo,
hijo del conocido constructor Anselmo Hidalgo, Tomás Legrain, hijo
del Director del Ferriscola Banque y Ernesto Sánchez, hijo del
Presidente de la Chemical Corporated, continuaban echando la partida
en el sótano. Un evento, que de hecho, empezó siendo sólo un juego
circunstancial, pero que poco a poco los había ido transformando y
seduciendo hacia los oscuros y rastreros avatares por los que en
adelante, presentían, habrían de forjarse sus vidas. A partir de
ese momento ya no eran amigos, sino cuatro desconocidos que se
escrutaban con ojos sanguinolentos, envueltos en una refriega letal,
durante la cual habían ido descubriendo que sus padres ya no
dispondrían más sobre ellos (porque a partir de ese momento o
estaban muertos o dependían de sí mismos), y habían ido
averiguando que el dinero no sólo crea fortunas sino que elimina
agresores y permite golpear a tus adversarios allí donde más duele.
Hacía
un buen rato que los demás se habían retirado y asistían
circunspectos a la pugna que se dirimía entre Tomás Legrain y
Domicio Resortes, el cual, no había cesado de perder durante toda la
noche. Pero su intuición de jugador terco y obsesionado no conocía
los límites que la palabra derrota sugiere, y perpetuar el juego era
además de un desahogo, un deleite.
A
su izquierda estaban sus últimos veinte mil dólares apostados,
delante un naipe sobre el tapete y enfrente la sucia cara de su
oponente. Un naipe que estaba a punto de descubrir y que le revelaría
dificultades que ni él sospechaba. Y el caso es que todo había
empezado como una broma sin importancia y no como un juego.
Tomás
iba ganando, tenía más dinero, siempre había sido así; y encima
ahora además era mano y decidió apostar otros veinte mil. Si
deseaba seguir en juego Domicio debía igualar la apuesta.
Para hacerlo se vio obligado a jugarse su vehículo deportivo.
Para hacerlo se vio obligado a jugarse su vehículo deportivo.
Ambos
volvieron las cartas boca arriba y Domicio supo que había perdido.
Se
volvió hacia Tomás que amontonaba los dólares recién cosechados y
sujetándolo por el brazo, le propuso jugar por algo superior.
Echaron
otra mano.
Tomás
Legrain colocó cuarenta mil sobre el tapete. Domicio esta vez no iba
a arredrarse; no pensaba cejar en su empeño porque sabía que Tomás
era mezquino y él hombre de una sola carta. Lo hizo sin
contemplaciones, demoras ni remordimientos, apostó también, y está
vez se jugó el Rolls Royce Imperial.
Ambos
volvieron los naipes boca arriba y Domicio supo con pesar que había
vuelto a perder. Un sudor frío le recorrió la espina dorsal hasta
impregnarle las manos. No, ¡no podía soportar el hecho de perder el
coche! O lo que no podía aguantar era la horrible presión de
sentirse derrotado. Claro que ahora Domicio conocía muy bien a
Tomás, sus desvelos, sus pretensiones; era un ave de rapiña. Le
ganaría.
Mirándolo
con ansiedad le propuso una apuesta mayor. Despacio, Tomás Legrain
lo pensó y aceptó.
Había
llegado el momento clave, Domicio lo sabía. Se fijó en el pulso de
Tomás. Le temblaba ligeramente. Había sacado la última carta del
mazo y se había echado a temblar como un pollo desplumado. Ya que a
fin de cuentas, así estaría dentro de unos instantes. Volvieron las
cartas, Domicio sonrió de satisfacción. ¡Acababa de salvar sus
automóviles!, pero no así el dinero. Ahora, las cosas empezaban a
salir como él deseaba. Alguien, Domicio no pudo recordar quien, le
aconsejó que se abstuviera de seguir, pues había recuperado lo
suficiente. En cambio, para él aquella palabra no significaba nada;
solo una tenía cabida en su vocabulario: «¡Ganar!» Esa era la
expresión adecuada, puesto que se consideraba un ganador de
justicia.
Decidieron
que harían una última apuesta.
Esta
vez Tomás, caldeado por su revés anterior, fue con todo y apostó
sesenta mil. Y por sesenta mil uno no podía jugarse sólo un par de
coches, no; sólo cabía una cosa: Jugar a todo o nada. Se sintió
algo molesto, pues verse obligado a hacer aquello aparte de ser su
única opción, no era de su agrado pero, en aquellos instantes no
había más salida que jugar o abandonarse a una vergonzosa
derrota.
Por lo tanto Domicio, puso la casa.
Por lo tanto Domicio, puso la casa.
Ambos movieron la última mano con extraordinaria lentitud, se desenvolvían como si antes de la resolución, pretendieran saborear al límite los últimos instantes entre sus pertenencias, o como si se supieran los protagonistas de una proyección a cámara lenta; y sin embargo, los dos estaban plenamente concienciados en lo que iba a suceder, y sabían que para el que perdiera no habría misericordia y para el ganador, sería una noche con un glorioso amanecer. Y es que acababan de descubrir, o tal vez ya lo supieran, que en eso mismo radicaba la verdadera esencia del juego: En ejecutarlo y paladear su intensidad, al menos durante los instantes en que creyeran tenerlo bajo control, y asimismo, a la vez, en aborrecerlo profundamente.
Volvieron
los naipes. Domicio fue el primero.
La
sonrisa de la dama de tréboles se quedó mirándolo a él y a los
demás, alguien murmuró una frase entrecortada. En ese momento Tomás
hizo lo propio; su baza fue el As de corazones. Domicio había vuelto
a perder…
Mientras
los demás felicitaban al ganador él se quedó a solas, con la mente
en blanco o tal vez repleta de imágenes. No, desde luego aquella no
era su noche; debía de haberlo intuido. Pero... ¿Cómo ser capaz de
ver más allá? Y…, ahora ¿Qué afrentas escucharía? ¿Lo
maldeciría el viejo por el resto de sus días? ¿Sería vejado
públicamente? ¡Dios! Se frotó los ojos y pensó. Le quedaba una
salida. ¿Una salida? ¿Cuál? Naturalmente volver a jugar. ¿Volver
a jugar? Claro…
De
pronto estaban solos los dos. Tras felicitar a Tomás los demás
jugadores se acababan de marchar. Volviéndose al ganador, quien
todavía estaba ocupado en amasar el dinero y guardarlo en una
cartera, le dijo:
—Escucha
amigo mío: ¿Qué te parece si echamos una última?
Tomás
lo miró con seriedad y contestó.
—No.
Basta por hoy. Se ha acabado Domicio. Y lo sabes muy bien.
—¿No?
¿De verdad? No vas a ser un caballero y darme otra…
—¡No!
¡Ya te lo he dicho! —le interrumpió tajante Tomás.
Domicio
bajó los ojos y siguió pensando. Conocía a aquel hombre, sus
ambiciones, sus desvelos…
De
pronto, se le ocurrió. Sí, había algo que Tomás miraba con mayor
codicia y arrebato que la casa y ésa era ¡Ratsia! ¡No! Oh sí…
Sí, viéndola tan sutil, tan hermosa, era fácil deducir que muchos
hombres en el mundo darían lo que fuera por ella. Y él la tenía;
aunque para ofrecerle ¿qué? Si no tenía nada. ¡Nada! ¡Acababa de
perderlo todo! Estaba desahuciado… Aunque… ¿Y si…?
Como
si de pronto hubiera envejecido cien años, con el corazón dándole
pálpitos, Domicio se volvió hacia él ganador y temblando de
ansiedad, con una voz como un hilo a punto de quebrarse, lanzó la
propuesta desesperada y perjura del perdedor.
Tomás
Legrain lo miró con desprecio, sin ningún atisbo de afecto, aún
así aceptó sin dudarlo. Naturalmente la cosa quedaba entre ellos.
Ratsia y Tomás Legrain se desposaron pasado un mes.
Dicen
que hacían buena pareja, ambos tan rubios. Ella, afilada como una
espiga, él grueso como una mazorca. Ella, llorando desconsolada, él
sin soltarla de la mano.
Domicio
Resortes no acudió a sus esponsales, dejó de sonreír y se volvió
taciturno. Dejó de jugar y nunca más lo vieron en compañía de una
mujer...
José
Fernández del Vallado Gª Agulló
MADRID
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